He allí por qué las tragedias de teatro no han seguido esa suerte de evolución histórica que hace que de un estadio primero surja un estadio segundo más perfeccionado, y así sucesivamente. Para ello se hubiera requerido que la tragedia del teatro se implicase estrictamente en la lenta evolución de los siglos, imitase la transformación de las vidas y de las mentalidades y que, en las épocas de falsa cultura, prefiriera corromperse que morirse.
No ha obrado así la tragedia; su historia no es sino una sucesión de muertes y resurrecciones gloriosas. Ella puede decrecer y desaparecer con la misma desenvoltura sublime con que apareció: después de Eurípides la tragedia se pierde (admitiendo que Eurípides fuese un verdadero trágico, lo que no hizo Nietzsche). Después de Racine no hay más que tragedias muertas, hasta el día en que nazca una nueva forma trágica —radicalmente distinta, a menudo irreconocible de la primera.
En las tragedias del teatro el interés no es el de la curiosidad, como en los dramas. El público no sigue, jadeante, las peripecias de las historias para saber cuál será el final. En las bellas tragedias el desenlace se conoce por anticipado; no puede ser otra cosa que lo que es: ni el poder del hombre, ni a veces el del Dios (y esto es propiamente trágico) pueden mejorar ni modificar la suerte del héroe. Y sin embargo el alma del espectador se aferra con pasión a la marcha de la pieza. ¿Por qué?
Es el milagro de la tragedia; nos indica que nuestra búsqueda más íntima no va al resultar de las cosas sino a su por qué. Poco importa saber cómo terminará el mundo; lo que importa saber es qué es lo que es, cuál es su verdadero sentido —no en el Tiempo, poder bien cuestionable y cuestionado, sino en un universo inmediato, despojado de las puertas mismas del Tiempo.
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De todas las tragedias del teatro se desprendería, pues, la lección siguiente —si es que el arte puede enseñar algo—: el hombre, ese semidiós, tiene en el universo como marca distintiva su pensamiento, su deseo y su poder de conocimiento, fuente de riquezas sensibles y de sutiles acciones. Pero esa potencia electiva del pensamiento, al distraer gloriosamente al hombre del ritmo universal de los mundos, sin igualar sin embargo la omnipotencia divina, sumerge al alma humana en un sufrimiento indecible e incurable. Es de este sufrimiento que está formado nuestro mundo, el de nosotros los hombres. La tragedia del teatro nos enseña a contemplar este sufrimiento bajo la luz sangrante que proyecta sobre él; o, mejor, a profundizar este sufrimiento, despojándolo, purificándolo; a sumergirnos en ese sufrimiento humano, bajo el cual estamos carnal y espiritualmente moldeados, a fin de recuperar en ella no sólo nuestra razón de ser, lo que sería criminal, sino nuestra esencia última y, con ella, la plena posesión de nuestro destino de hombre. Habremos entonces dominado el sufrimiento impuesto e incomprendido por el sufrimiento comprendido y consentido; e inmediatamente el sufrimiento se vuelve alegría. Así, Edipo Rey, el corazón abrumado por el raro dolor de haber involuntariamente matado a su padre y casado con su madre, porque acepta ese dolor sin dejar de sentirlo, porque lo contempla y lo medita sin intentar desprenderse de él, poco a poco se transfigura e irradia, él, el criminal, un brillo sobrehumano casi divino (en Edipo en Colono).
Sobre los escenarios griegos los autores llevaban coturnos, que los elevaban por encima de la talla humana. Para que tengamos derecho de ver tragedia en el mundo, es necesario que ese mundo calce coturnos y se eleve un poco más alto que la mediocre costumbre. Todos los pueblos, todas las épocas, no son igualmente dignas de vivir la tragedia. Ciertamente, el drama es generosamente dispensado a través del mundo. La tragedia es más rara, pues no existe en estado espontáneo: se crea con sufrimiento y arte; presupone de parte del pueblo una cultura profunda, una comunión de estilo entre la vida y el arte. Lo propio del héroe trágico es que mantiene en sí, tanto más por cuanto que es gratuito, «el ilustre encarnizamiento de no ser vencido» (Hugo).
Hace falta, pues, una gran fuerza de heroica resistencia a los destinos o, si se prefiere, de heroica aceptación de los destinos, para poder decir que es tragedia lo que un hombre o un pueblo crean en su vida. Así, nuestra época, por ejemplo: ella es ciertamente dolorosa, hasta dramática. Pero nada dice aún que sea trágica. El drama se sufre; la tragedia, en cambio, se merece, como todo lo grande.
Philippe Roger, Roland Barthes, roman, París, Grasset, 1986.