Sabemos, nos lo recuerdan todas las enciclopedias, que en la década del cincuenta, algunos artistas del Instituto de Artes contemporáneas de Londres se convirtieron en abogados de la cultura popular de su tiempo: los cómics, las películas, la publicidad, la ciencia-ficción, la música pop. Todas estas manifestaciones, tan diversas, no tenían nada que ver con lo que suele llamarse por lo general la Estética; simplemente, eran productos de la cultura de masas y no formaban parte del arte en modo alguno; sólo que algunos artistas, arquitectos y escritores se interesaban por ellos. En el otro lado del Atlántico, estos productos forzaron las puertas del arte, en manos de artistas norteamericanos, se convirtieron en obras de arte, en las que la cultura no constituía ya el ser, sino la referencia: el origen se eclipsaba en beneficio de la cita. El pop art, tal como lo conocemos, es el teatro permanente de esta tensión: por una parte, la cultura popular de su época se muestra presente en este arte con una fuerza revolucionaria que discute al arte; por otra parte, el arte también está presente como una forma muy antigua que retorna, de modo irresistible, en la economía de las sociedades. Como en una fuga, hay dos voces. Una dice: “Esto no es arte”, la otra, al mismo tiempo, dice: “Yo soy Arte”.
[Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso]