sábado, 31 de octubre de 2009

El Jefe

Publicó una “Declaración de revitalización” hace unos meses en la que decía que tenía la intención de rediseñar sus actividades profesionales para volver a encontrar su entusiasmo original por el cine. Después de rodar EL JEFE DE TODO ESTO, ¿se siente revitalizado?

Acabo de cumplir los cincuenta. Es una edad en la que uno piensa en lo que no le gusta de la situación e intenta hacer algo al respecto. Decidí tener más tiempo para preparar y rodar las películas, no verme obligado a rodar constantemente porque la productora (Zentropa) necesitase películas, y al final he rodado EL JEFE DE TODO ESTO en cinco semanas. Está claro que por mucho que uno grite, no sirve de nada. Por otro lado, me gustan los problemas. Las reglas siempre son un reto. Están ahí para plantear problemas. Acabo de releer la “Declaración de revitalización”, pero me parece que será difícil cambiar algo.

Al principio de EL JEFE DE TODO ESTO, dice que es una comedia inofensiva. ¿Puede una película de Lars von Trier ser inofensiva?

Me apetecía decirlo. Hace demasiado tiempo que me critican por ser demasiado político y quizá yo mismo me criticaba... por ser demasiado correcto políticamente. Hemos rodado esta película muy deprisa. No es una película política y me divertí haciéndola, pero las buenas comedias nunca son inofensivas.

¿Le ha gustado volver a rodar en danés?

Ha sido liberador y me ha sentado de maravilla. Me sale mejor en danés. Eso no significa que me limite a hacer películas en danés, pero ha sido fantástico hacer una película pequeña con un equipo tan reducido. Era muy relajante.

Presenta la película en los festivales de Cine de Copenhague, de Donostia-San Sebastián, ¿echa de menos ir a Cannes?

Decidimos no presentar nuestra solicitud a Cannes y me alegré. Ha sido un placer ver otras películas mías en el festival en el pasado, y Gilles Jacob (ex director y actual presidente del Festival de Cannes) ha hecho mucho por mí, pero es muy agradable no estar obligado a hacer cosas que a uno no le gustan, como viajar, aguantar la presión de un festival de ese calibre. Me quedaré en Dinamarca en mayo, de lo cual me alegro mucho porque podré cuidar de mi huerto.

¿Cuándo se le ocurrió la idea de hacer una comedia?

Hace mucho que pensé en hacer una película sobre el inexistente director de una empresa, aunque al principio pensé que la rodaría otra persona. Es una vieja idea, pero escribí el guión justo antes de rodar la película.

¿Cuál es el secreto para realizar una buena comedia?

Lo mejor es hacer algo que le divierta a uno y le entretenga.

¿Cómo define el sentido del humor danés?

Es típico de los daneses morirse de risa cuando les tratan de estúpidos. Puede que se deba a que somos un país pequeño y la gente es masoquista. En “El reino” (TV), les encantaba cuando hablaban de los estúpidos daneses. Y en este caso, cuando los islandeses les gritan y les tratan de todo, están contentísimos.


En la película hay mucha tensión entre la empresa danesa y la islandesa que quiere comprarla. ¿Qué pasa entre Dinamarca e Islandia?

Bueno, hay muchos islandeses comprando grandes partes de Copenhague ahora. Durante 400 años, Islandia estuvo bajo dominio danés y los islandeses odian a los daneses por eso. Se la tienen jurada a los daneses. Hay una herida justificada causada por esos 400 años.


Es el fundador de Zentropa y el realizador. ¿Se siente como el jefe de todo?

La idea del bueno y del malo es muy útil a la hora de resolver problemas. Peter Aalbaek Jensen (de Zentropa) y yo encarnamos esta idea. Si se trata de actores y del equipo, soy el bueno, pero hay situaciones donde hago de malo y Peter es el bueno de la historia. Está muy mal visto en Dinamarca hacer de malo. Todos quieren hacer de bueno, pero es necesario tener a un malo. En el Reino Unido y en Estados Unidos abundan porque son necesarios, pero los daneses rehúyen los conflictos.


¿La película puede ser vista como una alegoría de Zentropa?

Eso mismo dijeron los actores, pero no se me había ocurrido. Al crear Zentropa, solo pensé que podíamos producir y controlar las películas que yo realizaría. Peter Aalbaek Jensen y yo somos un poco raros. Nos gusta pasarlo bien y hacer cosas extrañas. Creo que puede ser muy divertido trabajar en Zentropa, no es una productora al uso. No está motivada por una idea clara, es algo más intuitivo. No se nos ocurre pensar que los beneficios son lo más importante.


La película tiene mucho diálogo. ¿Evitó deliberadamente los gags visuales?

De niño veía muchas comedias disparatadas. Me gustaban las comedias como La fiera de mi niña o La extraña pareja, con todo el mundo hablando a la vez. Me encantan Historias de Filadelfia y El bazar de las sorpresas. Es lo que he intentado hacer, algo así. En una comedia alocada, algunos personajes tienen más información que otros. Y a esto le añadí una viñeta moral acerca de una persona que usa a un director de empresa ficticio para tratar fatal a sus empleados. Ya pasamos a otro nivel.


Ha trabajado con una nueva productora, Meta Louise Foldager, después de trabajar durante años con la misma productora, Vibeke Windelow. ¿Ha sido difícil la transición?

No, en absoluto. La preproducción ya estaba acabada cuando Meta subió a bordo. Es muy buena, pero totalmente diferente. Con Vibeke era como un matrimonio que debía acabar. Los dos creíamos saber lo que el otro pensaba antes de que hablara. Son cosas que pasan en los matrimonios. Ha sido muy bueno trabajar con Vibeke, pero quiere hacer otra cosa.


¿Qué busca en el productor ideal?

Bueno, necesito tener a un malo encima. Lo más importante es que esa persona quiera hacer la película como sea. Para EL JEFE DE TODO ESTO quería a alguien que fuese feliz con una película pequeña o grande.


¿Puede hablarnos del nuevo proceso, de “Automavision”?

Hace mucho que ruedo mis películas cámara en mano. Se debe a que soy un obseso del control y al hecho que nadie puede controlar completamente un encuadre o una imagen. En ese caso, era mejor saltarse la parte del encuadre, rodar cámara en mano y apuntar. La técnica de “Automavision” me permite realizar el encuadre, luego pulso un botón en el ordenador y obtengo una serie de posibilidades aleatorias. Ya no lo controlo yo, lo controla el ordenador.


Entregar el control de la cámara debe ser como perder una pierna. No debió tomar la decisión a la ligera.

Sí, muy a la ligera. Necesitaba encontrar una formula que encajase con la comedia. Me apreció un sistema muy refrescante. Soy un hombre plagado de ansiedades, pero hacer cosas extrañas con la cámara no está entre ellas.


¿Y qué tal ha funcionado?
Lo bueno es que da un estilo nada humano. Es un estilo libre de intenciones. Me impuse la regla de que si no me gustaban las posibilidades que me ofrecía el ordenador, las rechazaría, pero volvería a pulsar el botón. No se trataba de que fuera imposible rodar la película, sino de que no fuera un proceso preciso. Bautizamos al ordenador Anthony Dodd Mantle (en honor al director de fotografía). Al principio queríamos esconder la cámara para que los actores no la vieran y filmar a través de un cristal ciego, pero no había bastante luz. No fue posible.


¿Qué pensaron los actores del sistema?

Cualquier buen actor no tarda más de unos segundos en colocarse en el encuadre. Utilizamos un zoom para que no supieran qué tipo de objetivos usábamos, pero habría sido mejor poder esconder la cámara del todo.


¿Le parece que “Automavision” es un estilo que gustará al público?

Desde luego el público no huirá gritando despavorido. El 70% de la gente ni siquiera se dará cuenta. Está claro que no sirve para rodar animales en libertad. Solo estuvimos con el elefante un cuarto de hora y no dejamos de pulsar el maldito botón. Cada vez que me teníamos una buena toma, el elefante ya no estaba.


¿Qué busca en un actor?

Si un actor se cree capaz de controlar su papel, está equivocado. No puede controlar el montaje ni la producción. El montaje es una herramienta muy eficaz. Creo que hay que usar a los actores. Cuanto menos sepa un actor antes de rodar, mejor. Uno de mis trucos más sangrantes es rodar una escena de diversas maneras, lo que me permite tener mucho material a la hora de montar. Cuantos más trozos diferentes tenga, mejor. Para eso necesito que el actor esté dispuesto a interpretar la escena de formas muy diferentes. Puede dar pie a cierta confusión. También creo que los hombres y las mujeres son muy diferentes. Normalmente, a la hora de colaborar, las mujeres son más confiadas que los hombres, creen que usaré el material adecuadamente.


En el pasado ha dicho que le es más fácil conectar con las mujeres que con los hombres. Sin embargo, aquí trabaja con actores. ¿El jefe podría haber sido una mujer?

La parte cómica de “El Reino” recaía en los hombres. Quizá los hombres me parezcan más divertidos que las mujeres. Soy hombre y no me cuesta mucho adivinar sus intenciones.


¿Ha visto la comedia británica “The Office”?

No la he visto a propósito porque iba a rodar una película que transcurre en una oficina, pero la veré ahora. Me han dicho que está muy bien.


¿Por qué ha rodado en una oficina auténtica?

Había visto La noche, de Antonioni. Y quería que la oficina fuera un sitio muy anodino. Y lo es.


¿De verdad existe Gambini, el dramaturgo que se menciona al principio de la película?

No, no existe. Regresaba de Cannes cuando vi un camión de productos alimentarios con la palabra “Gambini” en los lados, y pensé, ¿por qué no? Pero hago referencia a Ibsen. Me pareció muy gracioso que le traten de gilipollas. Se pueden decir muchas cosas de Ibsen, pero la idea de que es un gilipollas es chocante. La película que ven es El espejo, de Tarkovski. Por cierto, es una de mis favoritas, creo que la he visto unas veinte veces.

[Entrevista realizada por Geoffrey McNab]

miércoles, 28 de octubre de 2009

Carrière sobre Buñuel (1969)

"Desde que lo conozco, Buñuel me habló siempre de hacer un film sobre las herejías, la herejía religiosa en el interior de la Iglesia católica, porque eso es algo que lo fascina, pero nunca había hallado la forma que dar a ese film. En 1967, en Venecia, después del éxito de Belle de Jour, estuvimos algunos días solos y me preguntó, de pronto, si aceptaba pasar dos meses con él, sin compromiso alguno, para documentarnos sobre las herejías y ver qué forma podría darse a un film con ese tema. Naturalmente, me apresuré a aceptar. Entonces nos fuimos a un lugar apartado de Andalucía, en la sierra. Allí estuvimos mes y medio. Llevamos muchas obras, el famoso diccionario de las herejías del abad Pluquet, nuestra Biblia, y otras maravillas. A veces encontrábamos algunos cazadores, que volvían al anochecer, pero aparte de eso no estábamos allí más que nosotros dos.
Un gran hotel, muy hermoso, en la montaña. Una especie de felicidad. Hablábamos de la Gracia, de la Santa Trinidad, durante todo el día. El otoño era soberbio. A los dos meses ya teníamos escrito un proyecto de argumento que constituía una cincuentena de páginas.

Se lo dimos a leer a un productor que vino a Madrid y al cabo de una hora lo aceptó (era el productor del Diario de una camarera, Serge Silberman). Le gustó, presintió realmente el film. Buñuel tenía asuntos que arreglar en México, y se fue para allá; yo también tenía cosas que me esperaban, pero en febrero volvimos a reunirnos en México, en un hotel alejado de la capital, en pleno trópico, en San José Purúa, donde él ha escrito todos sus argumentos desde 1948 (es hombre de costumbres). Trabajamos en el argumento, lo cambiamos mucho, y al final de marzo Buñuel vino a París para comenzar la preparación del film; yo me quedé tres semanas en Nueva York, donde trabajaba con Forman. Me cité con Buñuel en París, a finales de abril, y allí terminamos el guión, que filmó ese verano. Esta es la historia. Hay muchas cosas en este film. Y la exégesis podrá darse vuelo. Es un film irrealista, quiero decir un film maravilloso en el sentido original de la palabra.
Tomamos como pretexto dos peregrinos, mitad vagabundos, mitad mendigos, mitad ladrones, que, en nuestros días, van de París a Santiago de Compostela, es decir, que hacen la famosa peregrinación sobre el camino de Santiago. Por el camino, que recorren unas veces a pie y otras andando (como ellos dicen), a veces incluso haciendo dedo, tienen muchos encuentros y sufren varias aventuras. La forma es un poco la de las novelas picarescas españolas del siglo XVI, por ejemplo El Lazarillo de Tormes, en las que alguien sale de su pueblo para caminar hacia no se sabe dónde. ¿Adónde va Don Quijote? Nunca se sabrá... Aquí es un poco lo mismo. Están dispuestos a detenerse donde sea, a encontrar Io que sea, y se topan con cosas enteramente extrañas, frecuentemente sobrenaturales. En cierto modo es la vía de los prodigios la que los lleva a Santiago, y todo lo que encuentran de cerca o de lejos concierne a la historia de nuestra santa religión, particularmente a la historia de las herejías. Esta dispersión, este movimiento, estas detenciones, a veces cortas, a veces largas, nos han evitado, creo, hacer un film demasiado didáctico, pero de hecho todos los grandes misterios de la religión católica que han suscitado herejías (porque las herejías nacen siempre de los misterios), son evocados uno tras otro, y me parece que esto será claro para las mentes enteradas y aun para las no enteradas.
Sólo una secuencia se hizo para que fuese incomprensible, la que concierne a los problemas de la gracia y la libertad, el duelo entre el jesuita y el jansenita. Y son así, las palabras pueden ser oscuras, pero son exactas. Hay otro punto que debiera ser evidente: es un film de ambiente religioso, que trata únicamente, y de modo casi obsesivo, problemas religiosos y heréticos. De hecho, este itinerario, estas contradicciones, estos problemas, podrían aplicarse a cualquier otra clase de cuestiones: política, arte, en fin, lo que ustedes quieran...

Es evidente que las herejías han sido necesarias para la buena salud de la Iglesia. Y la misma Iglesia lo reconoce: O pontet haereses esse, “Es necesario que haya herejías.” Se sabe que son las oposiciones las que fortalecen a un régimen político. A eso se le llama hoy la impugnación. El film es por momentos completamente burlesco, como pocas veces lo ha sido un film de Buñuel, y en momentos extrañamente emocionante. Siempre es milagroso, en Buñuel, dónde y cómo, incluso con un tema irreal, consigue emocionarnos. Cuando veo uno de sus films, me digo: no entiendo nada de este hombre. Lo conozco bastante bien, he vivido a su lado, he escrito no pocos argumentos con él, pero cuando vi este film me di cuenta de que había en él una nueva dimensión que no estaba en el argumento. Me pareció fascinante. Y lo mismo sucede con sus otros films.


Una de las condiciones primordiales del argumento es que en el film ya no existen ni el tiempo ni el espacio. Deliberadamente, y como sólo Dios podría hacerlo, hemos suprimido tiempo y espacio desde el principio. Los dos peregrinos que van desde París a Santiago de Compostela pasan de un país a otro con frecuencia, y sobre todo a la época de Cristo y sus apóstoles, se encuentran en el siglo XVII, asistiendo a un duelo entre un jesuita y un jansenita, o bien en la Edad Media en una ciudad recién saqueada. Esto no los asombra, o los asombra muy poco. Encuentran ángeles o demonios, y les parece normal. Se trata de una condición del film. Se le acepta o se le rechaza. Pero es imposible hacer un film maravilloso con personajes totalmente instalados en el mundo habitual, que se asombran cada vez que les sucede algo extraño. Nuestros dos peregrinos tienen características enteramente diferentes. Todo está bosquejado, nunca será un film psicológico. Lejos de nuestro propósito tal horror.

Hay una especie de gratuidad que se desarrolló durante la filmación, una libertad de inspiración total. Es decir que cuando Buñuel tiene ganas de hacer aparecer un personaje, lo hace aparecer, trátese de quién se trate. Es un film muy difícil de contar, de resumir verbalmente. Habrá muchos números especiales de revistas dedicados a este film. Sobre todo de revistas eclesiásticas. Y no estarán nada de acuerdo entre ellas. Hay también en el film una visión de Cristo, de los apóstoles, de la virgen, de los cuales hace mucho que venia hablando Buñuel. Este, desde hace años, tenía ganas de mostrar a Cristo con su aspecto tradicional, convencional, con cabellos largos, hermosa túnica, etcétera, pero moviéndose como un hombre: riendo, cantando, corriendo (lo cual nunca se ve en el cine). Pero pensaba que no valía la pena hacer todo un film sobre ello. Entonces ha metido en este film sobre las herejías varias secuencias en las que se ve a un Cristo nuevo, como en las bodas de Canaán, por ejemplo... sin que sea para nada un film situado en el nivel del anticlericalismo. El anticlericalismo no está en sus propósitos.
Pero terminemos de una vez por todas con sus pretendidas inquietudes religiosas: Buñuel es sincera, definitivamente ateo. Aparte de esto, parece que ha conservando (¿y quién no?) el sentido del misterio. Buñuel piensa, y sin duda espera, que este film sobre las herejías precipitará la próxima herejía que todos esperamos con una viva impaciencia. Se sabe que la Iglesia se dirige hacia un cisma. Hemos intentado, con nuestros medios modernos, acelerarlo. Buñuel está dotado de una gran libertad creadora.
Es asombroso en este sentido. Toma su distancia con respecto al guión y cada vez espera más de la filmación. Cuando escribe un argumento nunca habla de puesta en escena, o rara vez... Y gracias a esto, cuando se ve el film, aunque se conozca el argumento, hay un redescubrimiento total. Porque no se habían imaginado así las cosas. Cuando uno escribe con él, imagina la escena, es inevitable. Pero al verla en la pantalla, siempre es mucho mejor. Y esto sin que Buñuel use una técnica extraordinaria, o medios particularmente originales.

Él desconfía mucho de la originalidad. No busca ser original: lo es. No busca el escándalo: lo obtiene. Eso es muy evidente en este film. Una vez más, el final es prodigioso. Buñuel tiene genio para los finales. Los cinco últimos minutos de La Vía Láctea son extraordinarios, ya no sabe uno dónde está. Se halla como drogado. En estado de extrañeza. Hay como una magia en este film.

No hemos tratado las herejías una tras otra, es decir que no hemos estudiado el arianismo, el nestorianismo, etcétera, pero sí buscamos las cosas en las fuentes de las herejías, que son los seis grandes misterios de la religión católica... El primero y más importante es el de la doble naturaleza de Cristo (siendo Dios, ¿cómo podía ser hombre?, y viceversa). Es un misterio. De él surgen dos clases de herejía. Una que dice: “Era más Dios que hombre”. La otra afirma: “Era un hombre extraordinariamente dotado, pero de ningún modo era Dios”. Así es como un solo misterio puede dar lugar a dos herejías opuestas. ¿Qué es una herejía? Es que un día alguien decide creer en todo, salvo en un punto especial. Acepta toda la religión cristiana, salvo el hecho de que Cristo fuese realmente un hombre. Dice: “No, Jesús sólo tenía la apariencia de un hombre. De hecho, os digo que Jesús no comía”. Y por este detalle está dispuesto a matar o a morir. Pero está firmemente convencido de que posee la verdad, de que la verdad se halla en este detalle: Jesús no comía, sólo fingía comer.
Este fenómeno de individualismo extremo en la búsqueda de la verdad, que se va esbozando y escindiendo, tendiendo a lo infinitamente pequeño, forma el nudo del tema. Eso puede conducir al sinsentido total, al absurdo completo, pero siempre trágico.

Enumeremos los seis grandes misterios (les daré un cursillo de teología): tras el misterio de la doble naturaleza de Cristo, hay el de la Santa Trinidad. ¿Cómo se puede ser tres y uno al mismo tiempo? Luego el conjunto de los misterios que conciernen a la Virgen María: la Inmaculada Concepción por una parte; la Virginidad por otra. Luego la Eucaristía: cómo el pan puede ser a la vez pan y cuerpo de Jesús. Luego el misterio de la libertad del hombre, o de su libre albedrío: cómo un hombre puede ser a la vez libre y cómo Dios puede saber de antemano lo que ese hombre va a hacer. De ahí vienen las interminables discusiones respecto del problema de la gracia. En fin, último misterio, quizá el que más interesa a Buñuel: el origen del Mal en el mundo. ¿Cómo Dios, que es todo bondad, pudo crear el Mal? Esta imposibilidad magnífica de creer en la maldad de Dios, esta exculpación de Dios, ha hecho nacer las herejías maniqueas, que dicen : Dios es tan bueno que no ha podido crear el Mal, luego, el Mal, como Él, existía desde la eternidad; luego, el Demonio existía y no fue Dios quien lo creó. Este misterio tendrá su importancia en el film. Éste y aquéllos relativos a la Virgen María, que son los más dulces, los más inefables. Todo lo que es texto religioso, frases del Evangelio, palabras de Cristo o de los apóstoles, todo lo que los santos dicen en el film es auténtico, salvo error de nuestra parte, o sea que si hay error, es que nos equivocamos. No hay deformación voluntaria; sólo una selección.

Es un film en colores. Ahora todos los films son en colores. Éste se adorna con los colores sobrenaturales de Christian Matras. Hay una gran sencillez en la puesta en escena; voluntariamente se buscó lo clásico, lo tradicional. No hay experimentos técnicos. Eso es algo que según Buñuel no debe verse. Y sin embargo hay una gran sabiduría en ello. Una de las más bellas frases de Buñuel es la siguiente: “Todo lo que no es tradición, es plagio”. Algo para meditar largamente."


Selección de declaraciones de Jean-Claude Carrière recogidas por Hubert Arnault en La Revue du Cinéma. Image et Son, número 225, de febrero de 1969.

martes, 27 de octubre de 2009

Kseniya Simonova, artista ucraniana

Kseniya Simonova, artista ucraniana

Kseniya Simonova es la ganadora de la edición ucraniana de Tienes Talento .
En la final, pintó en directo una animación de la invasión alemana de Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial, usando sus dedos y una superficie con arena.

lunes, 26 de octubre de 2009

KAME HAME

HA!

A finales de los 80, en casi todos los países europeos, y principalmente en Alemania, Francia, Italia y España, surgió una demanda de productos que pudieran competir, en mayor o menor medida, con el todopoderoso cómic norteamericano de superhéroes, representado por las dos grandes empresas Marvel y DC, y por eso se emitieron bastantes series de anime (el récord se lo llevó Italia, que inundó las pantallas de anime en horario infantil como ningún otro país del viejo continente), destacando por encima de todas Dragon Ball.
Esta serie, todo un paradigma que aglutinaba una nueva estética y narrativa para los ojos europeos, triunfó gracias a su humor y a su dramatismo, centrado en los combates épicos del protagonista, Son Goku, y sus amigos. Las televisiones se vieron sorprendidas cuando, por ejemplo en Cataluña, tras la emisión de la primera temporada de la serie, se produjo una avalancha de cartas de niños que pedían (exigían, en su mayor parte) la reemisión de la serie y/o su continuación, ante el asombro de unos programadores, para los que Dragon Ball era otro producto con que llenar la parrilla. En este caso, la editorial Shueisha había hecho los deberes y ya tenía preparado un contrato muy diferente para la venta de la continuación, mucho más elevado que el inicial, sabiendo o habiendo previsto de manera muy inteligente, que su serie iba a triunfar. Después de un pequeño parón debido a las negociaciones (negociar con Japón habitualmente demanda bastante tiempo), la serie continuó e inició lo que todo el mundo apunta como el boom del manga-anime.

Cinématon nº 106 Jean-Luc Godard

domingo, 25 de octubre de 2009

Buñuel: "Angela Molina tiene la mirada de Picasso"

Conoció usted a Luis Buñuel durante el Festival de Cannes en 1963...

Buñuel había pedido a Serge Silberman un colaborador francés que fuera joven y conociese bien la vida de provincias. En aquel entonces yo reunía ambas condiciones. Pero no tenía demasiada experiencia. Había trabajado con Pierre Etaix en Le soupirant y en cortometrajes, y después en una película con Gérald Caldéron, Bestiaire d’amour, sobre la vida sexual de los animales, y también con Jacques Tati. Pude encontrarme con Buñuel durante un almuerzo. Algunas semanas después, Silberman me dijo que Luis quería trabajar conmigo y que me esperaba en Madrid.

¿Por qué lo eligió a usted?

Yo sabía que tenía que ver con Diario de una camarera, y por ello había leído la obra varias veces, e incluso ya tenía alguna idea de su adaptación. Cuando nos encontramos me preguntó si me gustaba el vino, lo que interpreté como una pregunta para saber si pertenecíamos al mismo mundo. Le contesté que no solamente bebía vino sino que procedía de una familia de viticultores. Su rostro se iluminó. Mucho tiempo después, refiriéndose a aquel encuentro, me confesó: «Supe en seguida que tendríamos al menos un tema de conversación si el trabajo no iba bien».

Fue el comienzo de una gran colaboración.

Escribimos nueve guiones juntos; seis de ellos se convirtieron en películas. En cambio, los restantes —Le Moine, Là bas y Agón, que siempre llamamos Une cérémonie somptueuse en fa majeur— nunca se rodaron.

¿Trabajó usted en Tristana?

En esa película prácticamente no hice nada, excepto en su versión francesa, que supervisé por la amistad que me unía a Buñuel. Caso muy distinto fue Simón del desierto, cuyo asunto me apasionaba, sin duda porque estaba muy próximo de La vía láctea, que hicimos después. El guion era más extenso, aunque ya se sabe que es una película inacabada. Para mí, es el trabajo más sorprendente de todos los realizados por Buñuel.

¿Cómo se desarrolló su colaboración con el cineasta de Calanda?

Fueron dieciocho o diecinueve años de estrecha colaboración. Pasábamos largas horas totalmente recluidos. De ahí que me contara una serie de anécdotas y hechos de su vida, que yo anotaba en un cuaderno. Cuando renunció a rodar Une cérémonie somptueuse por motivos de cansancio —tenía ochenta años— le propuse hacer un libro a partir de mis notas. Con el fin de convencerlo, le dije que me encargaría yo de redactarlo. Años antes habíamos escrito juntos un capítulo sobre su infancia, que Buñuel publicó posteriormente en una publicación aragonesa, traducido al español. Tomaría la pluma intentando utilizar su propio lenguaje, las palabras que más le gustaban en francés. Sería una especie de memorias, un volumen diferente de los demás, un libro de humor, un retrato, y eso le agradó. Nos pusimos a trabajar diariamente durante tres o cuatro semanas, como si de un guión sobre su propia vida se tratara: lo veía todas las mañanas y escribía todas las tardes. Pero, si algunas cosas fueron fáciles de llevar al papel, no ocurría siempre lo mismo con otras. Cuando vio el resultado me confesó que parecía que lo había escrito él. En realidad, yo había respetado escrupulosamente lo que me había relatado.

Entre los innumerables asuntos que trataron durante esos encuentros, Buñuel siempre eludió hablar de la Guerra Civil española, ¿no es cierto?

Luis no conoció bien la Guerra Civil. Se marchó a París, y volvió dos veces a su país con alguna misión concreta. El resto se reducía a algunas referencias sobre sus amigos de aquella época, sobre Lorca, por ejemplo, y, si acaso, sobre la situación que conoció al principio de la contienda. Pero jamás tuvo una participación directa en la guerra.

¿Cómo componían cotidianamente un guión?

Funcionábamos por etapas en una serie de versiones sucesivas, redactadas con algunas semanas de intervalo para propiciar la necesidad de trabajar, de reencontrarse..., pero sobre todo suponía compartir un momento de la vida sin amigos, sin mujeres, solos los dos, juntos durante todo el día. Por la tarde se retiraba pronto y yo me quedaba solo para escribir aquello que habíamos improvisado durante el día. Por la mañana, después del desayuno paseábamos un poco y luego trabajábamos desde las diez hasta la una aproximadamente. Antes de la comida había veinte minutos de pausa. En España, en San José de Paulau, por ejemplo, la pausa era más larga porque estaba la piscina. Se bañaba a menudo, y almorzábamos a la una o a las dos. Después venía la siesta, la reflexión hasta las cuatro, y trabajábamos otra vez tres horas, hasta las siete. Todos los días teníamos la obligación de contarnos uno al otro una historia breve que nos acabáramos de inventar, al margen del guión: era sólo para despertar nuestra imaginación, como si fuera un entrenamiento para trabajar constantemente. Después se retiraba a descansar y yo trabajaba durante un rato. Y esto, fuera día laboral o festivo, durante cinco o seis semanas. Era un trabajo obsesivo, con la intención de compartir la experiencia del mundo en ese momento. Se leía el periódico, o todas las mañanas nos contábamos nuestros sueños... En las películas de Luis encontramos frecuentemente un aspecto editorial; así, en sus últimas películas el terrorismo ocupa un lugar importante y concretamente en Une cérémonie somptueuse es el corazón mismo del argumento.

Pero, en realidad, ¿cómo llevaba a término sus realizaciones? ¿Tenía previamente ideas muy precisas, lecturas que le habían marcado de manera significativa?

Según los casos. Ese oscuro objeto del deseo era un proyecto que conservaba desde hacía mucho tiempo: La femme et le pantin. Conocía muy bien la obra. En el caso de Belle de jour fue una proposición que le hicieron. Por entonces, yo estaba trabajando en Le voleur con Louis Malle, que me advirtió de la posibilidad de que Buñuel no realizara la película porque era adaptación de una novela insignificante y facilona. Ahora bien, se nos ocurrió añadir ensoñaciones, inexistentes en el libro, lo cual daba gran fuerza. Buñuel incluyó una parte onírica hasta lograr que lo marginal no se distinguiera de lo real. En otra ocasión me dijo que le gustaría hacer una película sobre las herejías. Un día estábamos en el Festival de Venecia y vimos una película de Godard. Iba al cine a ver películas subtituladas; si no, no las entendía bien. Buñuel estaba un poco irritado por ese trabajo del francés y al mismo tiempo interesado. De vuelta al hotel me dijo: «¿Sabe?, si eso es el cine de hoy, creo que vamos a poder hacer nuestra película sobre la herejía». Al día siguiente hablamos durante el almuerzo de la posibilidad de no respetar el espacio y el tiempo tradicionales, como si se tratara de un vagabundeo. Y a partir de ahí Luis tuvo la idea de un peregrino, primero uno y después dos, que salían de París. Durante seis meses hice un importante trabajo de documentación leyendo muchísimo, hasta tal punto que llegué a publicar algo en la revista de los dominicos, sobre la clasificación posible de las herejías según los seis misterios. Al final yo tenía un material inmenso que podía injertarse en cualquier pasaje de los dos peregrinos. Poco a poco, las cosas se ajustaron de tal forma que los seis grandes misterios de nuestra santa religión constituyen la base de La vía láctea.

¿Hasta qué punto fue determinante su colaboración como guionista de las últimas películas de Buñuel?

Sinceramente, es una pregunta difícil de contestar. Durante nuestra colaboración nacía una idea, que luego se enlazaba con otra, que se transformaba si era necesario. Recuerdo algo al respecto, a propósito de «El fantasma de la libertad», la película más libre en cuanto a construcción, aunque fuera una libertad fantasmal... Me refiero a la escena de la niña perdida y reencontrada, que originariamente era una idea que Buñuel tenía desde su juventud y que nunca había podido incluir en una película. Partiendo de ahí se fue encadenando una historia a otra. También conservaba desde sus años juveniles la idea de los seres humanos comportándose como insectos, por ejemplo una araña asesina... De ahí que escribiéramos algunas escenas para El fantasma de la libertad, pero nunca conseguimos insertarlas, como ocurrió con otras escenas. En cambio, en El discreto encanto de la burguesía, la escena del teatro era mía... Las personas llegan y después se encuentran delante de una sala. Creen estar en un comedor y están en un escenario de teatro. La primera vez que se lo conté, lo encontró demasiado fantástico. Sólo cuando la idea del sueño entró en el guion aceptó con entusiasmo y empezó a trabajar en ello, a añadir el hecho de que interpreta a Don Juan, etc... Son anécdotas que desvelan la complicidad creativa que Buñuel estaba dispuesto a reflejar en sus películas. La colaboración en la primera película también merece un breve comentario. Después de tres semanas de trabajo, Silberman vino de París y me invitó a cenar. Era rarísimo que Buñuel no se uniera a nosotros, e incluso recuerdo que pretextó algo, que tenía otra cosa que hacer... A los postres Silberman me comentó que Luis estaba contento con mi trabajo, que le agradaba mi seriedad y, seguidamente, Silberman apostilló: «Pero hay que saber contradecirle de vez en cuando». En ese momento entendí que Buñuel había pedido a Silberman que hiciera el viaje únicamente para decirme eso. Reconozco que me resultó un poco difícil aprender a contradecirle, creo que lo conseguí hacia el final del primer guión. Teníamos un derecho de veto mutuo. A partir del segundo guión, especificó en sus contratos que exigía trabajar conmigo.
A veces no estábamos de acuerdo y en ocasiones nos bloqueábamos por un desacuerdo. Por ejemplo, la escena del teatro: antes de que encontráramos lo del sueño, él la rechazaba, y a mí me parecía muy buñueliana, muy buena para la película. Por lo demás, todo era un torbellino de improvisación. Durante cinco o seis horas al día dialogábamos, nos peleábamos. Antes de escribir, yo tomaba algunas notas rápidas cuando algo me parecía bien en el diálogo para no olvidarlo. Él me enseñó a ir hasta el límite de la imaginación, es decir, a vencer todo lo que pueda uno tener de prejuicios, de ideas preconcebidas, de pudor, de todo eso... Es cierto que, en todos los casos, Silberman estaba de acuerdo. En Ese oscuro objeto del deseo, por ejemplo, atribuyó un mismo papel a dos actrices...

Precisamente usted fue testigo de primera fila en aquel problema que planteó la interpretación de la actriz María Schneider en «Ese oscuro objeto del deseo»...

Verdaderamente no fue un problema, sino que fuimos muy conscientes de que el personaje de la mujer es realmente inexistente desde el punto de vista de la psicología tradicional, que no tenía ninguna coherencia entre una escena y otra. Se nos ocurrió tener dos o tres actrices... porque siempre había dos aspectos en esa mujer: por un lado, un aspecto distante, frío, despreciativo y, por otro, un aspecto popular, abierto y cálido. Buñuel me dijo: «Hay que olvidar todo eso, no era más que el capricho de un día lluvioso». Siempre me acordaré de aquella expresión. Al día siguiente terminamos el guión con una sola actriz, María Schneider. Después, ante la imposibilidad de rodar con ella, él y Silberman decidieron incorporar otras dos actrices. Yo conocía un poco a Ángela Molina y se la presenté a Luis, que se quedó impresionado por ella; decía que tenía la mirada de Picasso. Después volvimos a trabajar el guión en función de las dos actrices. Ahora bien, debo confesar que no sé si volvimos a encontrar la distinción, la separación que habíamos inicialmente perseguido. Probablemente no.

sábado, 24 de octubre de 2009

Una tarde con Jean-Claude Carrière: Buñuel


"Trabajar con Buñuel significaba vivir con Buñuel. Desayunar, comer, cenar y dormir en el mismo lugar, trabajando en un guión. Y, aunque era muy interesante, creedme, era intenso."



"Solíamos trabajar frente a frente, en la misma mesa. Después de un día de charlas sobre el guión, cuando me quedaba solo dibujaba las escenas que habíamos descrito. Quería comprobar si teníamos la misma película en mente, estando, como estábamos, sentados en lugares opuestos. Su derecha era mi izquierda, y así con muchas cosas. Aún así, teníamos que abstraernos de nuestro espacio y meternos los dos en un tercer espacio que era la película. Por eso dibujaba, para plasmar mi espacio en el papel. Al día siguiente le preguntaba a Buñuel en qué lugar estaba la puerta de la habitación donde teníamos a los protagonistas.
Si yo había dibujado una puerta a la derecha, y el contestaba "derecha", proseguíamos. Si no, volvíamos a empezar, porque no estábamos los dos en la misma película.


Nos asistían dos personas, Georgette y Henry, imaginarias, por supuesto. Se sentaban a nuestro lado y de vez en cuando les preguntábamos por su opinión. Si Buñuel se enfadaba en exceso, recogía sus papeles, se levantaba y decía: "Georgette, nos vamos."
Como pueden ustedes observar, el objetivo final al trabajar en un guión era no perder a ninguno de estos dos invitados.

 Para que el uno entendiese al otro, interpretábamos las escenas que se nos iban ocurriendo. Cada vez que veo una de nuestras películas, veo a Buñuel actuando.
"

- Entonces, ¿un guionista ha de saber actuar?

"
Por supuesto. Primero viene la actuación, después la escritura. No al revés.
"

Tras ver Belle de Jour, un espectador levantó la mano y preguntó:

- En este caso, teniendo en cuenta la carga erótica de la película, ¿también interpretaban ustedes a los personajes? ¿Cómo lo hicieron?

"
A Jean Claude Carriere, y al resto de los asistentes, les dio la risa. El guionista contestó:
"Hombre, Buñuel siempre hacía de mujer, siempre era la protagonista. A mí me tocaban todos los secundarios. Principalmente, porque él tenía que sentirse cercano al personaje principal. Si me está usted preguntando si me acosté con Buñuel, no, la respuesta es no."



Carcajada general, aplausos y sonrisas. Un grande. Sin más.

Por Claudia Lorenzo para Filmutea

jueves, 22 de octubre de 2009

miércoles, 21 de octubre de 2009

David Vincent y el dedo meñique (II de II)

por Marc Augé (continúa)

Ahora bien, poner al descubierto ese lazo es algo que corresponde a la antropología. La antropología social siempre tuvo por objeto, a través del estudio de diferentes instituciones o representaciones, la relación que hay entre dichos objetos, o más exactamente los diferentes tipos de relaciones que cada cultura autoriza o impone al hacerlos concebibles y viables, es decir, al simbolizarlos y al instituirlos. Agreguemos que las culturas nunca son instancias caídas del cielo, que las relaciones entre los seres humanos siempre han sido el producto de una historia, de luchas, de relaciones de fuerza. La necesidad de que las culturas tengan sentido (sentido social concebible y viable) no las convierte en necesidades de naturaleza, por más que a veces asuman dicha apariencia. Ante las aparentes evidencias de hoy y ante la evidencia que las contradice sin destruirlas, la evidencia de una crisis del sentido - de los símbolos y de las instituciones -, la antropología tiene, diríamos por definición, vocación de interrogarse. Y la hipótesis del antropólogo investigador es la de que las diferentes manifestaciones de la crisis actual tienen algo en común, que esas manifestaciones son ciertamente síntomas diversos pero relacionados de un mismo fenómeno, de una misma agresión. Para llevar a cabo su investigación y por lo menos para precisar su hipótesis, el antropólogo dispone de algunos medios. La tradición etnográfica occidental se ha interesado por las imágenes, por las imágenes de otros pueblos, por sus sueños, sus alucinaciones, sus cuerpos poseídos. Esta tradición ha observado y analizado la manera en que esas imágenes cobraban todo su sentido en el interior de sistemas simbólicos compartidos, la manera en que esas imágenes se reproducían y a veces se modificaban por obra de la actividad ritual. La antropología se ha interesado por lo imaginario individual, por su perpetua negociación con las imágenes colectivas, por la elaboración de las imágenes, o mejor dicho por la fabricación de objetos (llamados a veces “fetiches") que se presentaban, por un lado, como productores de imágenes y, por otro, como productores del vínculo social. Además, los antropólogos tuvieron la ocasión (a decir verdad, no pudieron escapar a ella) de observar, a través de las situaciones llamadas púdicamente de “contacto cultural”, cómo el enfrentamiento de universos imaginarios acompañaba el choque de pueblos, conquistas, colonizaciones; cómo ciertas resistencias, repliegues, esperanzas, cobraban forma en el universo imaginario de los vencidos, afectado sin embargo duraderamente y, en el sentido estricto del término, impresionado por el universo de los vencedores. En este terreno el antropólogo tiene aliados, en primer lugar los historiadores. Los historiadores, especialmente aquellos que se sitúan de manera más o menos pronunciada en la corriente llamada de la "antropología histórica", han dirigido la mirada a la acción desarrollada por la Iglesia - durante una “larga edad media", según la expresión de Jacques Le Goff - para modificar los sueños y remodelar la imaginación de poblaciones impregnadas de paganismo que, por lo demás, aún hoy encuentran recursos de sentido y razones para vivir dentro del encantamiento conservado de su mundo. Los historiadores cultivaron también otros campos de investigación, y los antropólogos deben estar reconocidos a aquellos que, al trabajar en México, la América Central y la América del Sur, han podido analizar minuciosamente los efectos complejos del prolongado asalto lanzado por las imágenes cristianas contra las culturas que formaban también ellas la parte bella de la imagen En el dominio de la imagen, de su producción, de su recepción, de su influencia, de su relación con los sueños, con las ensoñaciones, con la creación y la ficción, otras disciplinas evidentemente desempeñan un papel esencial. El psicoanálisis, en todo caso Freud, y la semiología, sobre todo cuando se presenta como una prolongación de la interrogación psicoanalítica, son en este campo los aliados naturales de la antropología. Poco antes hablé de un “nuevo régimen de ficción”. La verdad es que la imagen no es lo único que cuenta en la observación del cambio que estamos hoy invitados a establecer. Más exactamente, lo que ha cambiado son las condiciones de circulación entre lo imaginario individual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo (por ejemplo, el mito) y la ficción (literaria o artística, puesta en imagen o no). Ahora bien, precisamente porque las condiciones de circulación entre estos diferentes polos han cambiado, debemos reinterrogarnos sobre el estatuto actual de lo imaginario. Puede plantearse la cuestión de la amenaza que hace pesar sobre lo imaginario la “ficcionalización” sistemática de que es objeto el mundo. Y esta operación depende ella misma de una relación de fuerzas muy concreta, muy perceptible, pero cuyos términos no son fáciles de identificar. Para decirlo brevemente, todos nosotros tenemos la sensación de estar colonizados, pero sin saber precisamente por quién; el enemigo no es fácilmente identificable y nosotros aventuraremos la hipótesis de que esa sensación está hoy presente en todas partes, en toda la tierra, hasta en los Estados Unidos. Nuestra postura se distingue pues de la pura y simple denuncia del mundo cibernético, denuncia que es hoy cosa corriente. En efecto, ella tiene sus profetas y sus críticos o sus escépticos. Dentro del campo de los “profetas" está Paul Virilio, quien ha insistido en diversas obras sobre varios aspectos inquietantes de las tecnologías modernas que colocan nuestra relación con el mundo bajo el signo de la instantaneidad y de la ubicuidad, pero que suscitan al mismo tiempo la aparición de cuerpos humanos solitarios, inmóviles y erizados de prótesis, la aparición de ciudades desurbanizadas y de sociedades deshistoricizadas. Otros en cambio, hacen notar (estoy pensando en un artículo de François Archer publicado en Libération el 22 de mayo de 1996) que antes nunca la humanidad se movió y desplazó tanto como hoy, que la sociabilidad de las capas medias de la población se desarrolla cada vez más, que los museos, los lugares históricos, los parques de diversiones, tienen un éxito sin precedentes, en suma, que hay que desconfiar de las previsiones apocalípticas de los profetas de lo virtual. Nosotros no entraremos aquí en este debate. En todo caso no lo haremos por la misma puerta. Toda profecía generalizada que parte de un solo sector de lo social, aun cuando se trate de un sector tan espectacularmente desarrollado como el de las tecnologías de la comunicación, es evidentemente una profecía imprudente porque subestima por fuerza la pluralidad y la complejidad sociológicas de la innovación en un conjunto planetario que aún está en gran medida diversificado. Por otro lado, la tranquila constatación del hecho de que “la vida continúa” y que hasta es más activamente cultural que antes, constituye una afirmación a la vez parcial e insuficiente: los hechos de la sociedad sobre los que ella se apoya se advierten en los países o en las clases más favorecidos y por lo tanto deben analizarse en sí mismos. Tal vez sean justamente las maneras de viajar, de mirar o de encontrarse las que han cambiado, lo cual confirma así la hipótesis según la cual la relación global de los seres humanos con lo real se modifica por el efecto de representaciones asociadas con el desarrollo de las tecnologías, con la globalización de ciertas cuestiones y con la aceleración de la historia. Aquí nos contentaremos con recordar una observación general para evocar una cuestión particular. La observación general es la de que todas las sociedades han vivido en lo imaginario y por lo imaginario. Digamos que todo lo real estaría “alucinado” (sería objeto de alucinaciones para los individuos o los grupos) si no estuviera simbolizado, es decir, colectivamente representado. La cuestión particular se refiere al hecho de saber cuál es nuestra relación con lo real cuando las condiciones de la simbolización cambian. Esa era la cuestión que debía afrontar David Vincent, sólo que, para desgracia suya, ninguno de sus interlocutores le daba razón del cambio de simbolismo o, si se quiere, de cosmología. Se lo creía alucinado. David Vincent veía extraterrestres por todas partes, cuando en realidad asistía al establecimiento de un orden nuevo. Los verdaderos alucinados eran en verdad sus detractores que, al confundir la realidad con las apariencias, tomaban a los extraterrestres por buenos norteamericanos, gato por liebre. Por nuestra parte, trataremos de dar valor de síntoma a un fenómeno paradójico: la impotencia de la simbolización en el momento mismo en que la globalización podría darnos por el contrario la sensación de que hemos dado la vuelta al mundo, de que hemos pasado por todas las cosas y todos los seres y de que nuestras interrelaciones cobran por fin todo su sentido. Si la metáfora médica coincide aquí con la metáfora guerrera, ello se debe a que el enemigo está en nosotros, ya está en el centro del lugar. Es algo intraterrestre en lugar de extraterrestre, y las perversiones de nuestra percepción, la dificultad para establecer y pensar relaciones (lo que a veces llamamos crisis) derivan de un desarreglo de nuestro sistema inmunológico más que de una agresión exterior. Nuestra enfermedad es autoinmune, nuestra guerra es una guerra intestina.

de: LA GUERRA DE LOS SUEÑOS - EJERCICIOS DE ETNO-FICCIÓN
Gedisa, 1998.

lunes, 19 de octubre de 2009

David Vincent y el dedo meñique (I de II)

¡ALERTA!

Marc Augé (I)

Una serie norteamericana de la época de la guerra fría se llamaba Los Invasores. Su héroe, David Vincent, había asistido una noche al desembarco de seres extraterrestres y había sorprendido su secreto; ese momento inicial era recordado al comienzo de cada nuevo episodio. Por cierto, los invasores se proponían en efecto apoderarse de nuestro planeta al terminar una empresa de sustitución: ocupaban el lugar de los seres humanos a los que hacían desaparecer y reproducían en todas sus particularidades su apariencia y, según creo recordar, había un detalle revelador que permitía a veces a quienes conocían ese dato y, en primer lugar, a David Vincent, distinguir las copias de los originales: a causa de una incomprensible deficiencia de la técnica extraterrestre, el dedo meñique de la mano izquierda de los seres humanos de sustitución permanecía extrañamente rígido. Esos clones venidos de otro planeta poseían además toda la información necesaria sobre la política y la ciencia de los terrícolas (en todo caso, sobre la política y la ciencia de los Estados Unidos, pues el argumento general de la serie parecía dar por sobreentendido que ese país representaba a la vez la quintaesencia y la totalidad de la civilización humana) e información sobre los individuos cuya apariencia física revestían y cuyos rasgos de carácter reproducían. Esta estrategia de sustitución planteaba numerosos problemas a David Vincent porque, por un lado, tropezaba con el escepticismo general de aquellos a quienes se dirigía para informarles del peligro inminente que todos corrían y, por otro lado, porque nunca estaba completamente seguro de la identidad de sus interlocutores. Hasta le ocurría en ocasiones que desenmascaraba a este o aquel de sus aparentes amigos para darse cuenta de pronto (¡siempre por el dedo meñique!) de que el presunto amigo no era más que una añagaza puesta al servicio de la invasión. En aquella época era fácil y sin duda justificado ver en esa serie la expresión de ciertas fantasías norteamericanas y una denuncia metafórica (apenas metafórica) de la presencia comunista que, según se suponía, amenazaba y subvertía la libertad del mundo y la estabilidad de los Estados Unidos bajo la máscara de hombres de ciencia, de artistas o de ciudadanos corrientes aparentemente sanos y patriotas. Pero la fábula era vigorosa y la soledad de su héroe, aumentada cada día por la miopía de unos y la mentira de otros, tenía una dimensión indiscutiblemente trágica. Sin embargo, cada episodio terminaba de una manera más o menos satisfactoria; era menester que la serie continuara. David Vincent se escapaba milagrosamente de las situaciones más peligrosas. En cuanto a los seres extraterrestres, felizmente se mostraban vulnerables a la acción de las pobres armas de fuego que poseían los humanos, pues se licuaban y desaparecían casi instantáneamente por el impacto de las balas. Por consiguiente, la presencia comunista, como se sabe, debía dar muestras de la misma inconsistencia.

¿Por qué evocar esta serie? Porque paradójicamente puede simbolizar otra invasión a toda la Tierra, una invasión generalizada de proporciones sin igual, inadvertida por muchos y subestimada por quienes conocen su existencia. Sus agentes tienen rostros familiares, prestigiosos o anodinos. Creemos conocerlos, cuando en realidad las más de las veces nos contentamos con reconocerlos (“¿No lo he visto a usted en algún programa de televisión”). Esta invasión es la invasión de las imágenes, como lo habrá adivinado el lector, pero se trata en una medida mucho mayor del nuevo régimen de ficción que afecta hoy la vida social, la contamina, la penetra hasta el punto de hacernos dudar de ella, de su realidad, de su sentido y de las categorías (la identidad, la alteridad) que la constituyen y la definen.

Sin pretender tener la misma eficacia que el héroe ya mítico de la serie norteamericana, quisiera yo, lo mismo que él, tratar de poner al descubierto algunos rasgos de la invasión anónima cuyos efectos comenzamos ya a experimentar sin percibir claramente sus causas. Este libro aspira pues a ser una indagación, una indagación antropológica.

Esta no será una investigación exhaustiva. Antes bien se tratará de agrupar algunos hechos percibidos con frecuencia aisladamente y darles así un principio de significación. Se puede lamentar que los niños (y no pocos adultos) pasen demasiado tiempo frente a la pantalla de la televisión, pero también se puede relativizar el alcance de esta comprobación haciendo notar que el abuso engendra lasitud o que hablar en familia de la emisión de la víspera es también crear sociabilidad. Puede uno mostrar cierto escepticismo o experimentar algún espanto ante la idea de que puedan entablarse idilios en la red Internet, y ante la idea de que nos habituemos a dialogar con interlocutores sin rostro, pero también podemos consolarnos pensando que Internet, lo mismo que el fax, salvan el papel que tenía la escritura. Alternativa y contradictoriamente puede uno sonreír o estremecerse ante las posibilidades de turismo virtual que habrán de ofrecer las imágenes en tres dimensiones que pronto invadirán las pantallas de los ordenadores. Pero también puede uno decirse que después de todo esto no tiene nada de malo y que el gusto de las imágenes nunca ha impedido a nadie pasearse por las realidades que las imágenes reproducen. Puede uno asombrarse por la uniformidad de paisajes y de puntos de vista correspondiente a la extensión de las grandes cadenas hoteleras, de las grandes autopistas o de los aeropuertos internacionales, por la uniformidad del carácter artificial de los parques de diversiones, circenses al uso de los nuevos pequeños burgueses del planeta, pero también puede considerar uno al mismo tiempo que esos estereotipos son el precio que hay que pagar para abrir el mundo a un mayor número de seres humanos. Uno puede... uno puede, en suma, hacer muchas cosas y, por ejemplo, interrogarse sobre la moda de los talk shows de la televisión, enunciar y denunciar, con más o menos rabia, ironía, escepticismo o indulgencia, los ejemplos de mal gusto satisfecho y de desastre estético que se extienden por toda la Tierra, o el retiro verdaderamente insular y creciente de las clases poderosas que se encierran cada vez más en sus mansiones con controles electrónicos, en sus villas reservadas, en sus playas privadas, en sus plazas fuertes y torres de marfil para aislarse de una paradójica “globalización”. Los respectivos objetos de estas diversas comprobaciones pueden causar risa, sonrisa o repugnancia. Pero, sólo una vez identificado el sutil lazo que corre de uno a otro objeto es cuando puede nacer la inquietud...

(Continuará...)

domingo, 18 de octubre de 2009

sábado, 17 de octubre de 2009

¿Qué les hace parpadear? Walter Murch, montador

… el parpadeo es o bien algo contribuye a que tenga lugar una separación interna del pensamiento, o bien es un reflejo involuntario que acompaña la separación mental que está teniendo lugar. Y no solo es significativa la cantidad de parpadeos, sino también el instante preciso en que se producen. Y ese parpadeo ocurre donde hubiera habido un corte, si la conversación se hubiese filmado. Ni un fotograma antes ni uno después…en el cine, un plano se nos presenta con una idea, o una secuencia de ideas, y el corte es un “parpadeo” que separa y puntúa esas ideas.
En el momento en que decidimos cortar, lo que estamos diciendo, en efecto, es: “Voy a llevar esta idea a un final y empezar algo nuevo”. Es importante insistir en que el corte por sí solo no crea el “momento del parpadeo” -la cola no mueve al perro-. Si el corte está bien situado, sin embargo, cuanto más extrema sea la discontinuidad visual –desde un interior oscuro a un exterior brillante, por ejemplo- más completo será el efecto de puntuación.
En todo caso, creo que las yuxtaposiciones fílmicas tienen lugar en el mundo real no solo cuando soñamos, sino también cuando estamos despiertos. Y, de hecho, iré tan lejos como para decir que esas yuxtaposiciones no son mecanismos mentales fortuitos, sino parte del método que utilizamos para hacer que el mundo tenga sentido. De modo que si un actor consigue proyectarse a sí mismo en las emociones y pensamientos de un personaje, sus parpadeos tendrán lugar natural y espontáneamente en el momento en que los parpadeos del personaje se hubieran producido en la vida real. Y uno de los instrumentos para identificar con exactitud dónde deben estar esos momentos de corte, esas “ramas”, es compararlos con nuestras pautas de parpadeo, que han estado señalando el ritmo de nuestros pensamientos durante decenas de miles, quizá millones de años de historia de la humanidad. Donde nos encontremos a gusto parpadeando –si realmente estamos escuchando lo que se dice- es donde el corte entrará en su sitio.
Así que en realidad hay tres problemas sucesivos:
1.- identificar una serie de momentos de corte potenciales (y las comparaciones con el parpadeo pueden ayudar a hacerlo)
2.- Determinar qué efecto producirá en el espectador cada momento de corte, y…
3.- Elegir cuál de estos efectos es el adecuado para la película.

Creo que la secuencia de pensamientos –es decir, el ritmo y la proporción de cortes- debería corresponder a lo que el espectador esté mirando en ese momento. La proporción media de parpadeos en el mundo real se encuentra entre cuatro y cuarenta parpadeos por minuto. Si nos estamos peleando, parpadearemos docenas de veces al minuto porque estamos pensando docenas de pensamientos conflictivos cada minuto; así que cuando estemos viendo una pelea en una película, debería haber docenas de cortes por minuto.
De hecho estadísticamente las dos proporciones –del parpadeo en la vida real y de los cortes en el cine- son bastante comparables: dependiendo de su puesta en escena, una secuencia de acción convincente debería tener alrededor de veinticinco cortes por minuto, mientras que una escena dialogada se vería “normal” (en una película americana) con una media de seis cortes por minuto o menos. Ritmo interesante y coherente de emoción y pensamiento que permita al espectador confiar, entregarse a la película.
Si una escena se fotografía con solo dos planos –cada uno desde dos posiciones de cámara diferentes (digamos, A y B)- podemos elegir uno o el otro o una combinación de los dos. Luego disponemos de por lo menos cuatro formas de usar esas dos imágenes: A,B,A+B, B+A. Sin embargo, una vez que el número de planos se hace mucho mayor que dos –y un director puede rodar como término medio veinticinco planos por secuencia- el número de combinaciones posibles se hace rápidamente astronómico.
Hay una fórmula para esto:
C=(e x n!) – 1
“C” es el número mínimo de diferentes formas en que una escena puede ser unida utilizando (n), todos los planos que el director ha rodado para esa escena; “e” es el trascendental número 2.71828…, una de esas misteriosas constantes (como pi) que uno puede recordar desde el instituto. Y el signo de exclamación que acompaña a “n” (¡el único caso en que las matemáticas se hacen emocionales!) representa a factorial, que significa que multiplicamos todos los números hasta llegar al número en cuestión (e incluyéndolo).
Por ejemplo, el factorial de 4= 1x2x3x4=24. El factorial de 6=1x2x3x4x5x6=720, así que puede ver que los resultados aumentan bastante rápido; el factorial de 25 es una cifra muy alta algo como 15 cuatrillones: 15 seguido de veinticuatro ceros. Multipliquemos eso por (e) y tendremos (aproximadamente) 40 seguido de 24 ceros. Menos uno. De modo que una escena compuesta de solo veinticinco planos puede ser montada de aproximadamente 39.999.999.999.999.999.999.999.999 maneras diferentes.
En kilómetros, esto representa veinticinco veces la circunferencia del universo visible.

[Walter Murch, En el instante del parpadeo]