lunes, 19 de octubre de 2009

David Vincent y el dedo meñique (I de II)

¡ALERTA!

Marc Augé (I)

Una serie norteamericana de la época de la guerra fría se llamaba Los Invasores. Su héroe, David Vincent, había asistido una noche al desembarco de seres extraterrestres y había sorprendido su secreto; ese momento inicial era recordado al comienzo de cada nuevo episodio. Por cierto, los invasores se proponían en efecto apoderarse de nuestro planeta al terminar una empresa de sustitución: ocupaban el lugar de los seres humanos a los que hacían desaparecer y reproducían en todas sus particularidades su apariencia y, según creo recordar, había un detalle revelador que permitía a veces a quienes conocían ese dato y, en primer lugar, a David Vincent, distinguir las copias de los originales: a causa de una incomprensible deficiencia de la técnica extraterrestre, el dedo meñique de la mano izquierda de los seres humanos de sustitución permanecía extrañamente rígido. Esos clones venidos de otro planeta poseían además toda la información necesaria sobre la política y la ciencia de los terrícolas (en todo caso, sobre la política y la ciencia de los Estados Unidos, pues el argumento general de la serie parecía dar por sobreentendido que ese país representaba a la vez la quintaesencia y la totalidad de la civilización humana) e información sobre los individuos cuya apariencia física revestían y cuyos rasgos de carácter reproducían. Esta estrategia de sustitución planteaba numerosos problemas a David Vincent porque, por un lado, tropezaba con el escepticismo general de aquellos a quienes se dirigía para informarles del peligro inminente que todos corrían y, por otro lado, porque nunca estaba completamente seguro de la identidad de sus interlocutores. Hasta le ocurría en ocasiones que desenmascaraba a este o aquel de sus aparentes amigos para darse cuenta de pronto (¡siempre por el dedo meñique!) de que el presunto amigo no era más que una añagaza puesta al servicio de la invasión. En aquella época era fácil y sin duda justificado ver en esa serie la expresión de ciertas fantasías norteamericanas y una denuncia metafórica (apenas metafórica) de la presencia comunista que, según se suponía, amenazaba y subvertía la libertad del mundo y la estabilidad de los Estados Unidos bajo la máscara de hombres de ciencia, de artistas o de ciudadanos corrientes aparentemente sanos y patriotas. Pero la fábula era vigorosa y la soledad de su héroe, aumentada cada día por la miopía de unos y la mentira de otros, tenía una dimensión indiscutiblemente trágica. Sin embargo, cada episodio terminaba de una manera más o menos satisfactoria; era menester que la serie continuara. David Vincent se escapaba milagrosamente de las situaciones más peligrosas. En cuanto a los seres extraterrestres, felizmente se mostraban vulnerables a la acción de las pobres armas de fuego que poseían los humanos, pues se licuaban y desaparecían casi instantáneamente por el impacto de las balas. Por consiguiente, la presencia comunista, como se sabe, debía dar muestras de la misma inconsistencia.

¿Por qué evocar esta serie? Porque paradójicamente puede simbolizar otra invasión a toda la Tierra, una invasión generalizada de proporciones sin igual, inadvertida por muchos y subestimada por quienes conocen su existencia. Sus agentes tienen rostros familiares, prestigiosos o anodinos. Creemos conocerlos, cuando en realidad las más de las veces nos contentamos con reconocerlos (“¿No lo he visto a usted en algún programa de televisión”). Esta invasión es la invasión de las imágenes, como lo habrá adivinado el lector, pero se trata en una medida mucho mayor del nuevo régimen de ficción que afecta hoy la vida social, la contamina, la penetra hasta el punto de hacernos dudar de ella, de su realidad, de su sentido y de las categorías (la identidad, la alteridad) que la constituyen y la definen.

Sin pretender tener la misma eficacia que el héroe ya mítico de la serie norteamericana, quisiera yo, lo mismo que él, tratar de poner al descubierto algunos rasgos de la invasión anónima cuyos efectos comenzamos ya a experimentar sin percibir claramente sus causas. Este libro aspira pues a ser una indagación, una indagación antropológica.

Esta no será una investigación exhaustiva. Antes bien se tratará de agrupar algunos hechos percibidos con frecuencia aisladamente y darles así un principio de significación. Se puede lamentar que los niños (y no pocos adultos) pasen demasiado tiempo frente a la pantalla de la televisión, pero también se puede relativizar el alcance de esta comprobación haciendo notar que el abuso engendra lasitud o que hablar en familia de la emisión de la víspera es también crear sociabilidad. Puede uno mostrar cierto escepticismo o experimentar algún espanto ante la idea de que puedan entablarse idilios en la red Internet, y ante la idea de que nos habituemos a dialogar con interlocutores sin rostro, pero también podemos consolarnos pensando que Internet, lo mismo que el fax, salvan el papel que tenía la escritura. Alternativa y contradictoriamente puede uno sonreír o estremecerse ante las posibilidades de turismo virtual que habrán de ofrecer las imágenes en tres dimensiones que pronto invadirán las pantallas de los ordenadores. Pero también puede uno decirse que después de todo esto no tiene nada de malo y que el gusto de las imágenes nunca ha impedido a nadie pasearse por las realidades que las imágenes reproducen. Puede uno asombrarse por la uniformidad de paisajes y de puntos de vista correspondiente a la extensión de las grandes cadenas hoteleras, de las grandes autopistas o de los aeropuertos internacionales, por la uniformidad del carácter artificial de los parques de diversiones, circenses al uso de los nuevos pequeños burgueses del planeta, pero también puede considerar uno al mismo tiempo que esos estereotipos son el precio que hay que pagar para abrir el mundo a un mayor número de seres humanos. Uno puede... uno puede, en suma, hacer muchas cosas y, por ejemplo, interrogarse sobre la moda de los talk shows de la televisión, enunciar y denunciar, con más o menos rabia, ironía, escepticismo o indulgencia, los ejemplos de mal gusto satisfecho y de desastre estético que se extienden por toda la Tierra, o el retiro verdaderamente insular y creciente de las clases poderosas que se encierran cada vez más en sus mansiones con controles electrónicos, en sus villas reservadas, en sus playas privadas, en sus plazas fuertes y torres de marfil para aislarse de una paradójica “globalización”. Los respectivos objetos de estas diversas comprobaciones pueden causar risa, sonrisa o repugnancia. Pero, sólo una vez identificado el sutil lazo que corre de uno a otro objeto es cuando puede nacer la inquietud...

(Continuará...)