Conoció usted a Luis Buñuel durante el Festival de Cannes en 1963...
Buñuel había pedido a Serge Silberman un colaborador francés que fuera joven y conociese bien la vida de provincias. En aquel entonces yo reunía ambas condiciones. Pero no tenía demasiada experiencia. Había trabajado con Pierre Etaix en Le soupirant y en cortometrajes, y después en una película con Gérald Caldéron, Bestiaire d’amour, sobre la vida sexual de los animales, y también con Jacques Tati. Pude encontrarme con Buñuel durante un almuerzo. Algunas semanas después, Silberman me dijo que Luis quería trabajar conmigo y que me esperaba en Madrid.
¿Por qué lo eligió a usted?
Yo sabía que tenía que ver con Diario de una camarera, y por ello había leído la obra varias veces, e incluso ya tenía alguna idea de su adaptación. Cuando nos encontramos me preguntó si me gustaba el vino, lo que interpreté como una pregunta para saber si pertenecíamos al mismo mundo. Le contesté que no solamente bebía vino sino que procedía de una familia de viticultores. Su rostro se iluminó. Mucho tiempo después, refiriéndose a aquel encuentro, me confesó: «Supe en seguida que tendríamos al menos un tema de conversación si el trabajo no iba bien».
Fue el comienzo de una gran colaboración.
Escribimos nueve guiones juntos; seis de ellos se convirtieron en películas. En cambio, los restantes —Le Moine, Là bas y Agón, que siempre llamamos Une cérémonie somptueuse en fa majeur— nunca se rodaron.
¿Trabajó usted en Tristana?
En esa película prácticamente no hice nada, excepto en su versión francesa, que supervisé por la amistad que me unía a Buñuel. Caso muy distinto fue Simón del desierto, cuyo asunto me apasionaba, sin duda porque estaba muy próximo de La vía láctea, que hicimos después. El guion era más extenso, aunque ya se sabe que es una película inacabada. Para mí, es el trabajo más sorprendente de todos los realizados por Buñuel.
¿Cómo se desarrolló su colaboración con el cineasta de Calanda?
Fueron dieciocho o diecinueve años de estrecha colaboración. Pasábamos largas horas totalmente recluidos. De ahí que me contara una serie de anécdotas y hechos de su vida, que yo anotaba en un cuaderno. Cuando renunció a rodar Une cérémonie somptueuse por motivos de cansancio —tenía ochenta años— le propuse hacer un libro a partir de mis notas. Con el fin de convencerlo, le dije que me encargaría yo de redactarlo. Años antes habíamos escrito juntos un capítulo sobre su infancia, que Buñuel publicó posteriormente en una publicación aragonesa, traducido al español. Tomaría la pluma intentando utilizar su propio lenguaje, las palabras que más le gustaban en francés. Sería una especie de memorias, un volumen diferente de los demás, un libro de humor, un retrato, y eso le agradó. Nos pusimos a trabajar diariamente durante tres o cuatro semanas, como si de un guión sobre su propia vida se tratara: lo veía todas las mañanas y escribía todas las tardes. Pero, si algunas cosas fueron fáciles de llevar al papel, no ocurría siempre lo mismo con otras. Cuando vio el resultado me confesó que parecía que lo había escrito él. En realidad, yo había respetado escrupulosamente lo que me había relatado.
Entre los innumerables asuntos que trataron durante esos encuentros, Buñuel siempre eludió hablar de la Guerra Civil española, ¿no es cierto?
Luis no conoció bien la Guerra Civil. Se marchó a París, y volvió dos veces a su país con alguna misión concreta. El resto se reducía a algunas referencias sobre sus amigos de aquella época, sobre Lorca, por ejemplo, y, si acaso, sobre la situación que conoció al principio de la contienda. Pero jamás tuvo una participación directa en la guerra.
¿Cómo componían cotidianamente un guión?
Funcionábamos por etapas en una serie de versiones sucesivas, redactadas con algunas semanas de intervalo para propiciar la necesidad de trabajar, de reencontrarse..., pero sobre todo suponía compartir un momento de la vida sin amigos, sin mujeres, solos los dos, juntos durante todo el día. Por la tarde se retiraba pronto y yo me quedaba solo para escribir aquello que habíamos improvisado durante el día. Por la mañana, después del desayuno paseábamos un poco y luego trabajábamos desde las diez hasta la una aproximadamente. Antes de la comida había veinte minutos de pausa. En España, en San José de Paulau, por ejemplo, la pausa era más larga porque estaba la piscina. Se bañaba a menudo, y almorzábamos a la una o a las dos. Después venía la siesta, la reflexión hasta las cuatro, y trabajábamos otra vez tres horas, hasta las siete. Todos los días teníamos la obligación de contarnos uno al otro una historia breve que nos acabáramos de inventar, al margen del guión: era sólo para despertar nuestra imaginación, como si fuera un entrenamiento para trabajar constantemente. Después se retiraba a descansar y yo trabajaba durante un rato. Y esto, fuera día laboral o festivo, durante cinco o seis semanas. Era un trabajo obsesivo, con la intención de compartir la experiencia del mundo en ese momento. Se leía el periódico, o todas las mañanas nos contábamos nuestros sueños... En las películas de Luis encontramos frecuentemente un aspecto editorial; así, en sus últimas películas el terrorismo ocupa un lugar importante y concretamente en Une cérémonie somptueuse es el corazón mismo del argumento.
Pero, en realidad, ¿cómo llevaba a término sus realizaciones? ¿Tenía previamente ideas muy precisas, lecturas que le habían marcado de manera significativa?
Según los casos. Ese oscuro objeto del deseo era un proyecto que conservaba desde hacía mucho tiempo: La femme et le pantin. Conocía muy bien la obra. En el caso de Belle de jour fue una proposición que le hicieron. Por entonces, yo estaba trabajando en Le voleur con Louis Malle, que me advirtió de la posibilidad de que Buñuel no realizara la película porque era adaptación de una novela insignificante y facilona. Ahora bien, se nos ocurrió añadir ensoñaciones, inexistentes en el libro, lo cual daba gran fuerza. Buñuel incluyó una parte onírica hasta lograr que lo marginal no se distinguiera de lo real. En otra ocasión me dijo que le gustaría hacer una película sobre las herejías. Un día estábamos en el Festival de Venecia y vimos una película de Godard. Iba al cine a ver películas subtituladas; si no, no las entendía bien. Buñuel estaba un poco irritado por ese trabajo del francés y al mismo tiempo interesado. De vuelta al hotel me dijo: «¿Sabe?, si eso es el cine de hoy, creo que vamos a poder hacer nuestra película sobre la herejía». Al día siguiente hablamos durante el almuerzo de la posibilidad de no respetar el espacio y el tiempo tradicionales, como si se tratara de un vagabundeo. Y a partir de ahí Luis tuvo la idea de un peregrino, primero uno y después dos, que salían de París. Durante seis meses hice un importante trabajo de documentación leyendo muchísimo, hasta tal punto que llegué a publicar algo en la revista de los dominicos, sobre la clasificación posible de las herejías según los seis misterios. Al final yo tenía un material inmenso que podía injertarse en cualquier pasaje de los dos peregrinos. Poco a poco, las cosas se ajustaron de tal forma que los seis grandes misterios de nuestra santa religión constituyen la base de La vía láctea.
¿Hasta qué punto fue determinante su colaboración como guionista de las últimas películas de Buñuel?
Sinceramente, es una pregunta difícil de contestar. Durante nuestra colaboración nacía una idea, que luego se enlazaba con otra, que se transformaba si era necesario. Recuerdo algo al respecto, a propósito de «El fantasma de la libertad», la película más libre en cuanto a construcción, aunque fuera una libertad fantasmal... Me refiero a la escena de la niña perdida y reencontrada, que originariamente era una idea que Buñuel tenía desde su juventud y que nunca había podido incluir en una película. Partiendo de ahí se fue encadenando una historia a otra. También conservaba desde sus años juveniles la idea de los seres humanos comportándose como insectos, por ejemplo una araña asesina... De ahí que escribiéramos algunas escenas para El fantasma de la libertad, pero nunca conseguimos insertarlas, como ocurrió con otras escenas. En cambio, en El discreto encanto de la burguesía, la escena del teatro era mía... Las personas llegan y después se encuentran delante de una sala. Creen estar en un comedor y están en un escenario de teatro. La primera vez que se lo conté, lo encontró demasiado fantástico. Sólo cuando la idea del sueño entró en el guion aceptó con entusiasmo y empezó a trabajar en ello, a añadir el hecho de que interpreta a Don Juan, etc... Son anécdotas que desvelan la complicidad creativa que Buñuel estaba dispuesto a reflejar en sus películas. La colaboración en la primera película también merece un breve comentario. Después de tres semanas de trabajo, Silberman vino de París y me invitó a cenar. Era rarísimo que Buñuel no se uniera a nosotros, e incluso recuerdo que pretextó algo, que tenía otra cosa que hacer... A los postres Silberman me comentó que Luis estaba contento con mi trabajo, que le agradaba mi seriedad y, seguidamente, Silberman apostilló: «Pero hay que saber contradecirle de vez en cuando». En ese momento entendí que Buñuel había pedido a Silberman que hiciera el viaje únicamente para decirme eso. Reconozco que me resultó un poco difícil aprender a contradecirle, creo que lo conseguí hacia el final del primer guión. Teníamos un derecho de veto mutuo. A partir del segundo guión, especificó en sus contratos que exigía trabajar conmigo.
A veces no estábamos de acuerdo y en ocasiones nos bloqueábamos por un desacuerdo. Por ejemplo, la escena del teatro: antes de que encontráramos lo del sueño, él la rechazaba, y a mí me parecía muy buñueliana, muy buena para la película. Por lo demás, todo era un torbellino de improvisación. Durante cinco o seis horas al día dialogábamos, nos peleábamos. Antes de escribir, yo tomaba algunas notas rápidas cuando algo me parecía bien en el diálogo para no olvidarlo. Él me enseñó a ir hasta el límite de la imaginación, es decir, a vencer todo lo que pueda uno tener de prejuicios, de ideas preconcebidas, de pudor, de todo eso... Es cierto que, en todos los casos, Silberman estaba de acuerdo. En Ese oscuro objeto del deseo, por ejemplo, atribuyó un mismo papel a dos actrices...
Precisamente usted fue testigo de primera fila en aquel problema que planteó la interpretación de la actriz María Schneider en «Ese oscuro objeto del deseo»...
Verdaderamente no fue un problema, sino que fuimos muy conscientes de que el personaje de la mujer es realmente inexistente desde el punto de vista de la psicología tradicional, que no tenía ninguna coherencia entre una escena y otra. Se nos ocurrió tener dos o tres actrices... porque siempre había dos aspectos en esa mujer: por un lado, un aspecto distante, frío, despreciativo y, por otro, un aspecto popular, abierto y cálido. Buñuel me dijo: «Hay que olvidar todo eso, no era más que el capricho de un día lluvioso». Siempre me acordaré de aquella expresión. Al día siguiente terminamos el guión con una sola actriz, María Schneider. Después, ante la imposibilidad de rodar con ella, él y Silberman decidieron incorporar otras dos actrices. Yo conocía un poco a Ángela Molina y se la presenté a Luis, que se quedó impresionado por ella; decía que tenía la mirada de Picasso. Después volvimos a trabajar el guión en función de las dos actrices. Ahora bien, debo confesar que no sé si volvimos a encontrar la distinción, la separación que habíamos inicialmente perseguido. Probablemente no.