miércoles, 21 de octubre de 2009

David Vincent y el dedo meñique (II de II)

por Marc Augé (continúa)

Ahora bien, poner al descubierto ese lazo es algo que corresponde a la antropología. La antropología social siempre tuvo por objeto, a través del estudio de diferentes instituciones o representaciones, la relación que hay entre dichos objetos, o más exactamente los diferentes tipos de relaciones que cada cultura autoriza o impone al hacerlos concebibles y viables, es decir, al simbolizarlos y al instituirlos. Agreguemos que las culturas nunca son instancias caídas del cielo, que las relaciones entre los seres humanos siempre han sido el producto de una historia, de luchas, de relaciones de fuerza. La necesidad de que las culturas tengan sentido (sentido social concebible y viable) no las convierte en necesidades de naturaleza, por más que a veces asuman dicha apariencia. Ante las aparentes evidencias de hoy y ante la evidencia que las contradice sin destruirlas, la evidencia de una crisis del sentido - de los símbolos y de las instituciones -, la antropología tiene, diríamos por definición, vocación de interrogarse. Y la hipótesis del antropólogo investigador es la de que las diferentes manifestaciones de la crisis actual tienen algo en común, que esas manifestaciones son ciertamente síntomas diversos pero relacionados de un mismo fenómeno, de una misma agresión. Para llevar a cabo su investigación y por lo menos para precisar su hipótesis, el antropólogo dispone de algunos medios. La tradición etnográfica occidental se ha interesado por las imágenes, por las imágenes de otros pueblos, por sus sueños, sus alucinaciones, sus cuerpos poseídos. Esta tradición ha observado y analizado la manera en que esas imágenes cobraban todo su sentido en el interior de sistemas simbólicos compartidos, la manera en que esas imágenes se reproducían y a veces se modificaban por obra de la actividad ritual. La antropología se ha interesado por lo imaginario individual, por su perpetua negociación con las imágenes colectivas, por la elaboración de las imágenes, o mejor dicho por la fabricación de objetos (llamados a veces “fetiches") que se presentaban, por un lado, como productores de imágenes y, por otro, como productores del vínculo social. Además, los antropólogos tuvieron la ocasión (a decir verdad, no pudieron escapar a ella) de observar, a través de las situaciones llamadas púdicamente de “contacto cultural”, cómo el enfrentamiento de universos imaginarios acompañaba el choque de pueblos, conquistas, colonizaciones; cómo ciertas resistencias, repliegues, esperanzas, cobraban forma en el universo imaginario de los vencidos, afectado sin embargo duraderamente y, en el sentido estricto del término, impresionado por el universo de los vencedores. En este terreno el antropólogo tiene aliados, en primer lugar los historiadores. Los historiadores, especialmente aquellos que se sitúan de manera más o menos pronunciada en la corriente llamada de la "antropología histórica", han dirigido la mirada a la acción desarrollada por la Iglesia - durante una “larga edad media", según la expresión de Jacques Le Goff - para modificar los sueños y remodelar la imaginación de poblaciones impregnadas de paganismo que, por lo demás, aún hoy encuentran recursos de sentido y razones para vivir dentro del encantamiento conservado de su mundo. Los historiadores cultivaron también otros campos de investigación, y los antropólogos deben estar reconocidos a aquellos que, al trabajar en México, la América Central y la América del Sur, han podido analizar minuciosamente los efectos complejos del prolongado asalto lanzado por las imágenes cristianas contra las culturas que formaban también ellas la parte bella de la imagen En el dominio de la imagen, de su producción, de su recepción, de su influencia, de su relación con los sueños, con las ensoñaciones, con la creación y la ficción, otras disciplinas evidentemente desempeñan un papel esencial. El psicoanálisis, en todo caso Freud, y la semiología, sobre todo cuando se presenta como una prolongación de la interrogación psicoanalítica, son en este campo los aliados naturales de la antropología. Poco antes hablé de un “nuevo régimen de ficción”. La verdad es que la imagen no es lo único que cuenta en la observación del cambio que estamos hoy invitados a establecer. Más exactamente, lo que ha cambiado son las condiciones de circulación entre lo imaginario individual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo (por ejemplo, el mito) y la ficción (literaria o artística, puesta en imagen o no). Ahora bien, precisamente porque las condiciones de circulación entre estos diferentes polos han cambiado, debemos reinterrogarnos sobre el estatuto actual de lo imaginario. Puede plantearse la cuestión de la amenaza que hace pesar sobre lo imaginario la “ficcionalización” sistemática de que es objeto el mundo. Y esta operación depende ella misma de una relación de fuerzas muy concreta, muy perceptible, pero cuyos términos no son fáciles de identificar. Para decirlo brevemente, todos nosotros tenemos la sensación de estar colonizados, pero sin saber precisamente por quién; el enemigo no es fácilmente identificable y nosotros aventuraremos la hipótesis de que esa sensación está hoy presente en todas partes, en toda la tierra, hasta en los Estados Unidos. Nuestra postura se distingue pues de la pura y simple denuncia del mundo cibernético, denuncia que es hoy cosa corriente. En efecto, ella tiene sus profetas y sus críticos o sus escépticos. Dentro del campo de los “profetas" está Paul Virilio, quien ha insistido en diversas obras sobre varios aspectos inquietantes de las tecnologías modernas que colocan nuestra relación con el mundo bajo el signo de la instantaneidad y de la ubicuidad, pero que suscitan al mismo tiempo la aparición de cuerpos humanos solitarios, inmóviles y erizados de prótesis, la aparición de ciudades desurbanizadas y de sociedades deshistoricizadas. Otros en cambio, hacen notar (estoy pensando en un artículo de François Archer publicado en Libération el 22 de mayo de 1996) que antes nunca la humanidad se movió y desplazó tanto como hoy, que la sociabilidad de las capas medias de la población se desarrolla cada vez más, que los museos, los lugares históricos, los parques de diversiones, tienen un éxito sin precedentes, en suma, que hay que desconfiar de las previsiones apocalípticas de los profetas de lo virtual. Nosotros no entraremos aquí en este debate. En todo caso no lo haremos por la misma puerta. Toda profecía generalizada que parte de un solo sector de lo social, aun cuando se trate de un sector tan espectacularmente desarrollado como el de las tecnologías de la comunicación, es evidentemente una profecía imprudente porque subestima por fuerza la pluralidad y la complejidad sociológicas de la innovación en un conjunto planetario que aún está en gran medida diversificado. Por otro lado, la tranquila constatación del hecho de que “la vida continúa” y que hasta es más activamente cultural que antes, constituye una afirmación a la vez parcial e insuficiente: los hechos de la sociedad sobre los que ella se apoya se advierten en los países o en las clases más favorecidos y por lo tanto deben analizarse en sí mismos. Tal vez sean justamente las maneras de viajar, de mirar o de encontrarse las que han cambiado, lo cual confirma así la hipótesis según la cual la relación global de los seres humanos con lo real se modifica por el efecto de representaciones asociadas con el desarrollo de las tecnologías, con la globalización de ciertas cuestiones y con la aceleración de la historia. Aquí nos contentaremos con recordar una observación general para evocar una cuestión particular. La observación general es la de que todas las sociedades han vivido en lo imaginario y por lo imaginario. Digamos que todo lo real estaría “alucinado” (sería objeto de alucinaciones para los individuos o los grupos) si no estuviera simbolizado, es decir, colectivamente representado. La cuestión particular se refiere al hecho de saber cuál es nuestra relación con lo real cuando las condiciones de la simbolización cambian. Esa era la cuestión que debía afrontar David Vincent, sólo que, para desgracia suya, ninguno de sus interlocutores le daba razón del cambio de simbolismo o, si se quiere, de cosmología. Se lo creía alucinado. David Vincent veía extraterrestres por todas partes, cuando en realidad asistía al establecimiento de un orden nuevo. Los verdaderos alucinados eran en verdad sus detractores que, al confundir la realidad con las apariencias, tomaban a los extraterrestres por buenos norteamericanos, gato por liebre. Por nuestra parte, trataremos de dar valor de síntoma a un fenómeno paradójico: la impotencia de la simbolización en el momento mismo en que la globalización podría darnos por el contrario la sensación de que hemos dado la vuelta al mundo, de que hemos pasado por todas las cosas y todos los seres y de que nuestras interrelaciones cobran por fin todo su sentido. Si la metáfora médica coincide aquí con la metáfora guerrera, ello se debe a que el enemigo está en nosotros, ya está en el centro del lugar. Es algo intraterrestre en lugar de extraterrestre, y las perversiones de nuestra percepción, la dificultad para establecer y pensar relaciones (lo que a veces llamamos crisis) derivan de un desarreglo de nuestro sistema inmunológico más que de una agresión exterior. Nuestra enfermedad es autoinmune, nuestra guerra es una guerra intestina.

de: LA GUERRA DE LOS SUEÑOS - EJERCICIOS DE ETNO-FICCIÓN
Gedisa, 1998.