( Philippe Roger, autor de un ensayo sobre Roland Barthes, ha encontrado este texto olvidado del escritor. Fue publicado en 1942 en una revista de estudiantes. Roland Barthes tenía entonces veintisiete años.)
De todos los géneros literarios, la tragedia es el que más marca un siglo, el que le da más dignidad y profundidad. Las épocas de esplendor, indiscutidas, son las épocas trágicas: siglo V ateniense, siglo isabelino, siglo XVII francés. Fuera de esos siglos, la tragedia —en sus formas constituidas— se calla. ¿Qué pasaba en esas épocas, en esos países, para que la tragedia fuese posible, fácil incluso? La tierra parecía ser tan fecunda que los autores trágicos nacían por montones, llamándose y provocándose unos a otros. Es fácil percibir que tal conexión entre la calidad del siglo y su producción trágica no es arbitraria. Es que en realidad esos siglos eran siglos de cultura.
Pero aquí debemos definir la cultura no como el esfuerzo de adquisición de un saber más grande, ni siquiera como el mantenimiento ferviente de un patrimonio espiritual, sino sobre todo, según Nietzsche, como «la unidad del estilo artístico en todas las manifestaciones vitales de un pueblo».
Así, comprenderemos que en las grandes épocas trágicas, el esfuerzo de los genios y del público se ocupaba no tanto del enriquecimiento de los conocimientos y experiencias como del despojo cada vez más riguroso de lo accesorio, la búsqueda de una unidad de estilo en las obras del espíritu. Era necesario obtener de y dar al mundo una visión sobre todo armoniosa —aunque no necesariamente serena—, esto es, abandonar voluntariamente un cierto número de matices, de curiosidades, de posibilidades, para presentar el enigma humano en su delgadez esencial.
Esta definición permite pensar que la tragedia es la más perfecta y difícil expresión de la cultura de un pueblo, es decir, una vez más, de su aptitud para introducir el estilo allí donde la vida no presenta sino riquezas confusas y desordenadas. La tragedia es la más grande escuela de estilo: ella enseña más a despejar que a construir, más a interpretar el drama humano que a representarlo, más a merecerlo que a sufrirlo.
En las grandes épocas de la tragedia la humanidad supo encontrar una visión trágica de la existencia y, por una vez quizás, no fue el teatro el que imitó la vida, sino la vida la que recibió del teatro una dignidad y un estilo verdaderamente grandes. Así, en esas épocas, por este intercambio mutuo de la escena y del mundo, encontróse realizada la unidad del estilo que, según Nietzsche, define la cultura. Para merecer la tragedia es necesario que el alma colectiva del público alcance un cierto grado de cultura, esto es, no de saber, sino de estilo.
Las masas corrompidas por una falsa cultura pueden sentir en el destino que las abruma el peso del drama; se complacen en el despliegue del drama, e impulsan este sentimiento hasta poner drama en cada uno de los pequeños incidentes de la vida. Aman en el drama la ocasión de desbordar un egoísmo que permite apiadarse indefinidamente de las más pequeñas particularidades de su propia infelicidad, de bordar de patetismo la existencia de una injusticia superior, lo que aparta muy oportunamente toda responsabilidad.
En este sentido la tragedia se opone al drama; ella es un género aristocrático que supone una alta comprensión del universo, una claridad profunda sobre la esencia del hombre. Las tragedias del teatro no han sido posibles sino en países y épocas en que el público presentaba un carácter eminentemente aristocrático, sea por rango (siglo XVII), sea por una cultura popular original (entre los griegos del siglo V). Si el drama (cuyo género decadente fue el melodrama, y uno se aclara por el otro) procede de la ganga cada vez más desbordante de las desdichas humanas, frecuentemente en lo que tienen de más pusilánime, la tragedia no es más que un esfuerzo ardiente de despojar el sufrimiento humano, reducirlo a su esencia irreductible, apoyarlo —estilizándolo en una forma estética impecable— sobre el fundamento primero del drama humano, presentado en una desnudez que sólo el arte puede alcanzar.
(continuará)
De todos los géneros literarios, la tragedia es el que más marca un siglo, el que le da más dignidad y profundidad. Las épocas de esplendor, indiscutidas, son las épocas trágicas: siglo V ateniense, siglo isabelino, siglo XVII francés. Fuera de esos siglos, la tragedia —en sus formas constituidas— se calla. ¿Qué pasaba en esas épocas, en esos países, para que la tragedia fuese posible, fácil incluso? La tierra parecía ser tan fecunda que los autores trágicos nacían por montones, llamándose y provocándose unos a otros. Es fácil percibir que tal conexión entre la calidad del siglo y su producción trágica no es arbitraria. Es que en realidad esos siglos eran siglos de cultura.
Pero aquí debemos definir la cultura no como el esfuerzo de adquisición de un saber más grande, ni siquiera como el mantenimiento ferviente de un patrimonio espiritual, sino sobre todo, según Nietzsche, como «la unidad del estilo artístico en todas las manifestaciones vitales de un pueblo».
Así, comprenderemos que en las grandes épocas trágicas, el esfuerzo de los genios y del público se ocupaba no tanto del enriquecimiento de los conocimientos y experiencias como del despojo cada vez más riguroso de lo accesorio, la búsqueda de una unidad de estilo en las obras del espíritu. Era necesario obtener de y dar al mundo una visión sobre todo armoniosa —aunque no necesariamente serena—, esto es, abandonar voluntariamente un cierto número de matices, de curiosidades, de posibilidades, para presentar el enigma humano en su delgadez esencial.
Esta definición permite pensar que la tragedia es la más perfecta y difícil expresión de la cultura de un pueblo, es decir, una vez más, de su aptitud para introducir el estilo allí donde la vida no presenta sino riquezas confusas y desordenadas. La tragedia es la más grande escuela de estilo: ella enseña más a despejar que a construir, más a interpretar el drama humano que a representarlo, más a merecerlo que a sufrirlo.
En las grandes épocas de la tragedia la humanidad supo encontrar una visión trágica de la existencia y, por una vez quizás, no fue el teatro el que imitó la vida, sino la vida la que recibió del teatro una dignidad y un estilo verdaderamente grandes. Así, en esas épocas, por este intercambio mutuo de la escena y del mundo, encontróse realizada la unidad del estilo que, según Nietzsche, define la cultura. Para merecer la tragedia es necesario que el alma colectiva del público alcance un cierto grado de cultura, esto es, no de saber, sino de estilo.
Las masas corrompidas por una falsa cultura pueden sentir en el destino que las abruma el peso del drama; se complacen en el despliegue del drama, e impulsan este sentimiento hasta poner drama en cada uno de los pequeños incidentes de la vida. Aman en el drama la ocasión de desbordar un egoísmo que permite apiadarse indefinidamente de las más pequeñas particularidades de su propia infelicidad, de bordar de patetismo la existencia de una injusticia superior, lo que aparta muy oportunamente toda responsabilidad.
En este sentido la tragedia se opone al drama; ella es un género aristocrático que supone una alta comprensión del universo, una claridad profunda sobre la esencia del hombre. Las tragedias del teatro no han sido posibles sino en países y épocas en que el público presentaba un carácter eminentemente aristocrático, sea por rango (siglo XVII), sea por una cultura popular original (entre los griegos del siglo V). Si el drama (cuyo género decadente fue el melodrama, y uno se aclara por el otro) procede de la ganga cada vez más desbordante de las desdichas humanas, frecuentemente en lo que tienen de más pusilánime, la tragedia no es más que un esfuerzo ardiente de despojar el sufrimiento humano, reducirlo a su esencia irreductible, apoyarlo —estilizándolo en una forma estética impecable— sobre el fundamento primero del drama humano, presentado en una desnudez que sólo el arte puede alcanzar.
(continuará)
Philippe Roger, Roland Barthes, roman, París, Grasset, 1986