Con las malas películas ocurre igual que con las perversiones sexuales: su práctica o consumo puede delatar aberraciones morales recónditas, enfermedades obscenas del alma y tendencias patológicas innombrables, pero también una sensibilidad exacerbada y barroca, un refinamiento cruel e irónico, una sublimada percepción del mundo. No es lo mismo -pongamos por caso- disfrutar con el dolor ajeno que idolatrar los tacones de aguja y otros fetiches limítrofes, del mismo modo que no es lo mismo enajenarse con las películas de Ozores que rendir pleitesía al talento caótico y mugriento de Roger Corman o Ed Wood. Hay bodrios cuya simiente sólo fructifica en los cerebros deshabitados de neuronas, otros, en cambio, exigen del espectador una dosis de socarronería y distanciamiento que sólo puede entenderse como expresión soterrada de la inteligencia.
Una inteligencia enferma, desde luego, porque la inteligencia a secas siempre se me ha antojado una manifestación engreída de la mediocridad. Quienes amamos el cine cochambroso o psicotrónico (según afortunada acuñación del pionero Michael J. Weldon) hemos desarrollado un sexto sentido, inaccesible para el resto de los mortales, consistente en extraer regocijo e incluso cierto placer estético de películas que para el vulgo resultan bodrios subnormales o apologías de la oligofrenia. Ignoran estos apóstoles de la inteligencia descafeinada que nuestro amor delictivo hacia estos subproductos ínfimos no es incompatible con la veneración hacia el gran cine: «Ciudadano Kane» y «Plan 9 From Outer Space» no son películas antípodas, sino complementarias, la obra maestra sólo puede ser apreciada en su exacta majestuosidad cuando hemos descendido hasta los sótanos más espeluznantes de la artesanía, cuando hemos aprendido que la genialidad es el reverso de la moneda en cuyo anverso figura la chapucería.
[Juan Manuel de Prada, en el prólogo de Arañas de Marte, de Pedro Duque]