En el cómic occidental, el personaje es una especie de franquicia. Da igual quién lo creara, cualquiera puede rescatarlo, con el permiso de la editorial o los herederos que posean los derechos sobre la obra (esto ocurre cuando el autor ya no está entre nosotros) y crear nuevas aventuras para él. Basta con mirar a los héroes clásicos de Marvel y DC Comics: Superman, Spiderman, Hulk o Batman. Han nacido mil veces del pincel de innumerables autores. Y es más, cada uno de ellos ha podido inventar un nuevo origen y unas aventuras que tal vez se contradijeran con las que otro autor dibujó. La coherencia con el público no es tan importante como la sorpresa, como la reinvención continua de lo que funciona para que siga vendiéndose.
El modus operandi del mercado del manga es completamente diferente. El mangaka crea un personaje y siempre es él el que lo dibuja. Ello permite que las historias sean mucho más coherentes. Y como derivación lógica, hay un momento en el que tienen que acabar. El fin es muy variopinto: ya puede ser porque el personaje ha madurado o porque ha conseguido su objetivo o, incluso, porque muere. Las tramas japonesas crean un universo ficticio muy verosímil y creíble. Y esto ocurre en todos los géneros. El protagonista puede querer alcanzar la inmortalidad o conseguir un cargo de chef en un restaurante. El manga explicará esa evolución, llegará al clímax y finalizará.