No vi a Griffith más que una sola vez, y no fue una ocasión muy feliz. En un cocktail, una tarde lluviosa al final de los años treinta. La edad de oro de Hollywood, pero para el más grande realizador de todos los tiempos había sido un década triste y vacía. El cine que él había prácticamente inventado se había transformado en un producto, el producto exclusivo de la cuarta industria americana, y en las cadenas de las fábricas monstruosas no había lugar para Griffith. Era un exilado en su propia ciudad, un profeta sin honor, un artesano sin útiles, un artista sin trabajo. No hay que asombrarse de que inmediatamente me haya detestado. Yo que no sabía nada de cine acababa de firmar un contrato que me daba una libertad jamás concedida por Hollywood. Era el tipo de contrato que él hubiera merecido. Yo veía bien que él no era demasiado viejo como para tenerlo y no podía reprocharle que me viera a su vez a mí, demasiado joven. Estábamos junto a un almibarado árbol de Navidad como les gusta allá, bebíamos un trago observándonos por encima de un abismo sin fin. Yo lo quería y lo admiraba, pero él no tenía necesidad de discípulos. El tenía necesidad de trabajo. Nunca odié realmente a Hollywood, salvo por la manera en que Griffith fue tratado. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión, ninguna otra forma de arte debe tanto a un solo hombre. Todos los cineastas que le siguieron no han hecho más que eso, seguirlo. Fue el primero en filmar primeros planos además de inventar los movimientos de cámara. Pero era más que un padre fundador y un pionero, su obra sobrevivirá junto a sus invenciones. Los films de Griffith son mucho menos anacrónicos hoy que hace veinticinco años, cuando bebimos aquel trago juntos, cerca del coqueto árbol de Navidad y yo no logré expresarle lo que él era para mí, para todos nosotros. En ese momento, una vez más, fracasé. Su talento está por encima de las palabras.