La única ambicíón del narrador es parecer necesario. Como un campesino o un panadero. Ni más, ni menos. Porque las historias que él relata nos descubren algunos aspectos del espíritu que no son de otro modo perceptibles. Civilizaciones muy poderosas lo han situado en el mísmo centro del palacío, y su santa patrona es evidentemente una mujer, la muy ilustre Scherezade, que se jugaba la cabeza en cada relato, que hechizaba cuidadosamente la noche de su cruel maestro y callaba, soñadora, al ver amanecer.
Ahí radica la importancia de una narración bien urdida. Juega con la vida, con la muerte. Tal vez nosotros -volvamos a ello- no seamos más que una historia, con un principio y un final. Pero, en tal caso, ¿quién la cuenta?
[Jean-Claude Carrière, El círculo de los mentirosos]