Esta es la única de mis narraciones cuya moraleja conozco. No creo que sea una moraleja extraordinaria. Sólo que, en esta ocasión, sé cuál es: somos lo que pretendemos ser, así que debemos tener cuidado con lo que pretendemos ser.
Mi experiencia personal con las monadas que hicieron los nazis fue siempre escasa.
Durante la década del treinta y allá en mi ciudad natal, en Indianápolis, hubo algunos despreciables y activos fascistas norteamericanos. Recuerdo que alguien me pasó una vez cierto ejemplar de Los protocolos de los ancianos de Sión; se suponía que ese libro configuraba el plan secreto de los judíos para dominar el mundo. Y también recuerdo alguno que otro comentario jocoso acerca del problema de mi tía, que se había casado con un alemán alemán y había tenido que escribir a Indianápolis para obtener pruebas de que no tenía una sola gota de sangre judía.
El alcalde de Indianápolis la conocía desde los años de secundaria y las clases de baile, de modo que se divirtió en grande adhiriendo cintas y estampando sellos oficiales en todos los documentos que los alemanes requerían; con todo aquello encima, los papeles de mi tía parecían tratados de paz del siglo XVIII.
Poco después estalló la guerra. Tomé parte en ella y me hicieron prisionero.
Por consiguiente, tuve ocasión de ver algo de Alemania, desde dentro, mientras la lucha proseguía. Como era soldado raso –explorador del batallón, por más señas– tuve que trabajar para subsistir, de acuerdo con los términos de la Convención de Ginebra. Lo cual, bien mirado, me hizo más bien que mal. No permanecí todo el tiempo en la prisión, situada en algún lugar de la campiña. Tuve oportunidad de viajar a una ciudad, Dresde, y de observar a su gente y lo que hacían.
Nuestro grupo particular de trabajo contaba con unos cien hombres, y nos emplearon en una fábrica, como asalariados. La fábrica producía una especie de jarabe malteado, enriquecido con vitaminas, para el consumo de mujeres embarazadas. Sabía a miel mezclada con humo de nogal. Era agradable. Me gustaría probar un poco ahora mismo. Y la ciudad era hermosa, ornamentada en extremo, como París, y respetada por la guerra. Se suponía que era una ciudad «abierta», es decir, una ciudad que no podían atacar porque no mantenía industrias bélicas ni concentraciones de tropas.
Pero en la noche del 13 de febrero de 1945, aviones norteamericanos y británicos arrojaron explosivos de alto poder sobre Dresde. En el momento en que escribo esto han transcurrido unos veintiún años desde aquel bombardeo. Las bombas no perseguían objetivos concretos. Se esperaba crear con ellas una enorme conflagración que obligara a los bomberos de la ciudad a guarecerse en los refugios subterráneos.
Y con esa idea se arrojaron cientos de miles de bombas incendiarias, sobre todo lo que era combustible. Después se arrojaron más bombas para mantener a los bomberos en sus agujeros, y todos los focos de incendio crecieron, se unieron, se convirtieron en una gigantesca llamarada apocalíptica. ¡Imagínenselo! Una tempestad de fuego. Entre paréntesis, fue la matanza más grande de la historia europea. ¿Y qué hay con eso?
No llegamos a contemplar la tempestad ígnea. Nos hallábamos en un frigorífico situado bajo un matadero, acompañados por nuestros seis guardianes y por hileras e hileras de cadáveres de vacas, cerdos, caballos y ovejas, ya troceados para el consumo. Oíamos las bombas allá arriba. De cuando en cuando nos caía encima una llovizna de yeso y cal. Si hubiéramos subido a echar un vistazo, nos habríamos convertido en esos productos característicos de los incendios masivos: pedazos de materia parecidos a leños chamuscados, de sesenta o noventa centímetros de largo; seres humanos ridículamente diminutos o, si lo prefieren, gigantescas cigarras fritas.
La fábrica de jarabe malteado había desaparecido. Había desaparecido todo, excepto los refugios antiaéreos, donde 135.000 Hánseles y Grételes habían quedado horneados como bizcochos de jengibre. Nos asignaron la tarea de mineros de cadáveres, con la misión de romper los refugios y extraer los cuerpos. Y pude ver entonces muchos tipos de alemanes, de todas las edades, tal como los había sorprendido la muerte; por lo general, con objetos de valor en el regazo. A veces los familiares de las víctimas se acercaban a contemplar nuestras excavaciones. También ellos resultaban interesantes.
Bien. Es suficiente en cuanto a los nazis y a mí.
Si hubiese nacido en Alemania, supongo que habría sido nazi, habría liquidado a judíos y gitanos y polacos, habría dejado botas sobresaliendo de montículos de nieve y me habría reconfortado con mis propias entrañas, secretamente virtuosas. Así suele suceder.
Pero hay otra clara moraleja en este cuento, ahora que lo pienso: Cuando uno está muerto, está muerto.
Y todavía se me ocurre una tercera moraleja: Hagan el amor cuando puedan. Les sentará muy bien.
Iowa, 1966.