martes, 9 de febrero de 2010

Entrevista a Martel por "La mujer sin cabeza"

En la película, el personal doméstico está todavía más presente que en La ciénaga o La niña santa, y sin embargo resultan fantasmales.
–En muchas escenas hasta están fuera de foco. En parte de lo que se trata la película es de mi sensación de que ese mundo se acaba. Que este mundo tal como lo hemos percibido, y que en Salta tiene unas formas narrativas muy claras, con gente que te habla de usted y uno les habla de vos sin pensarlo, esas formas de dominio naturalizadas, llega a su fin. En esta película lo que intentaba era transmitir que esto no se sostiene más. La única manera de sostener ese mundo es destruir la educación pública, y que la brecha entre poder y no poder sea abismal. Pero tal como están las cosas ahora, este mundo sigue, inexplicablemente, rodeado de fantasmas, sin registro del servicio del humano que tiene a la vuelta. Hay algo del servicio personal que ejercen las personas que trabajan como empleados domésticos en el Norte que es esclavo, y aferrarse a eso es de otro mundo.

¿Son esos “espantos” a los que se refiere Lala?
–La alienación entre clases sociales es tan grande que ellos, los otros, son fantasmas. Se trata, claro, de una visión infantil y enloquecida. Es tan ajeno a uno ese cuerpo, el color de esa gente, que en su locura la tía Lala los emparienta con los espantos. Yo eso no lo he inventado. No detecto bien de dónde los saqué, indudablemente de alguna de las mujeres viejas de la familia. Esa cosa de sospechar el demonio o lo muerto en la servidumbre. Sospechar una naturaleza que no es la propia. Es una desconfianza sobrenatural. Cuando yo era chica mi abuela contaba historias de una señora que ayudaba a mi mamá: le había encontrado una calavera y unas velas rojas; una serie de comentarios hicieron que para mí esa persona quedara del lado del demonio. Era algo ritual que ella había hecho, probablemente. Yo estuve en muchos accidentes, y tengo muchos recuerdos precisos de la situación de accidente. Estuve en uno muy fuerte cuando tenía cinco años, caímos por un precipicio, por suerte no murió nadie, pero fue todo muy traumático, especialmente el después del accidente. Me llevaron a una curandera, que te ‘cura el susto’ para que te vuelva el alma al cuerpo. Como yo me considero una heredera de las tradiciones de historias de aparecidos, me gustó esa idea de cuerpo sin alma.”

Verónica, después del accidente en que atropella algo, se convierte en una especie de zombi.
–Hay algo de eso. En verdad, para construir los personajes, la cuestión psicológica no me sirve, primero porque no sé nada del tema y segundo porque me da mucha tirria. Pero sí me sirvió como idea esta cosa de la medicina popular de que con el susto el alma se va del cuerpo. Como imagen del muerto vivo me servía, aunque no creyera en el alma. Y a la vez esa ausencia significa una gran potencia, quizás haber perdido tu alma te sirva para transformar tu vida, para ir por otro camino. Es un momento que no es necesariamente malo. Eso no pasa en la película.

Ella reacomoda, no aprovecha ese estado post-traumático.
–Sinceramente yo creo, y por eso también creo en la enfermedad, que la domesticación de la percepción es el camino para el conservadurismo político. En cambio, cualquier distorsión de la percepción –ésta es mi ilusión enfermiza– lo que genera es un disturbio en el entorno y eso permite quizá, no digo siempre, otra manera de concebir la realidad.

¿Cómo armaron el personaje con María Onetto?
–Pensando que lo que la mina había perdido era la noción de vínculo entre las cosas y ella. Uno va armando su entorno y su geografía como una red, con los objetos. A ella es como si le hubieran cortado la red. Sabe que esas cosas le pertenecen, pero no sabe exactamente qué las une.

A través de su pasividad, ¿Verónica es cómplice del encubrimiento?
–En un momento ella se suma al plan. A mí me da mucha pena, porque ha elegido arrastrar algo para siempre. Y sí, es cómplice. Si vos dejás que actúen por vos... eso es ser cómplice. En el fondo, toda esta película era una indagación personal acerca de algo que me resulta inexplicable en nuestra historia con respecto a la dictadura, que es la negación. Cómo hicieron, los que no estuvieron implicados directamente en la militancia o en el aparato represivo, para negar lo que sucedía. A mí me sorprende mucho más que la tortura. Entiendo más la impiedad, la muerte y la violencia que la actitud del resto de la sociedad de hacerse la que no sabe, o evitar darse cuenta de lo que está pasando.

¿La protagonista se entrega a ese mecanismo?
–De alguna manera, sí. Es un mecanismo aterrador, es dejar que obren por vos, es sumarte a las convicciones de los otros. En el discurso, nuestro lenguaje está cargado de negaciones, de obliteraciones, de cosas encubiertas. Y me parece que es porque la sociedad convive con desigualdades que obligan a un ejercicio diario de negación, un ejercicio que necesita de mucha habilidad, mucha creatividad; no es algo burdo, es un mecanismo muy delicado y muy sofisticado.

Es un esfuerzo muy grande ocultar tanto.
–Para mí, el terror de la sociedad que no estuvo militando ni formó parte directa del aparato represivo es el terror de reconocer que sí sabían, que sí participaban de esa situación, y que dejaron que pasara. Por eso se habla de “revolver”. Para convivir con esa negación hay que encontrar justificaciones a tal extremo que se terminan modificando los hechos de la vida, uno se olvida de cosas. Pero ese esfuerzo también significa olvidarte de parte de tu propia vida. Junto con el esfuerzo de no ser responsable de un evento, la sociedad te exige que te olvides de todo lo que pasó alrededor de ese evento, que también es olvidarse de uno mismo. La mujer sin cabeza es una aproximación, totalmente personal, ni completa, ni reveladora, a ese funcionamiento perverso que tenemos como sociedad.


Entrevista a Lucrecia Martel realizada por Mariana Enriquez para RADAR (17/08/08)