jueves, 11 de marzo de 2010

Un maldito policía, el huracán Katrina y Herzog



“Es la película más ‘normal’ de Werner Herzog, y al mismo tiempo es la más extraña de todas”, dijo un crítico sobre Un maldito policía en Nueva Orleans. A pesar de su título, la segunda película que el realizador de Fitzcarraldo filmó con dinero estadounidense (la anterior, Rescue Dawn, salió aquí en DVD) no tiene mucho que ver con Un maldito policía, de Abel Ferrara.

“Mi película no es una remake”, aclara Herzog, y eso está a la vista. Más allá de que el escenario se haya trasladado de la Nueva York de los años ’90 a la Nueva Orleans post-Katrina, entre el detective de Harvey Keitel y el que aquí encarna Nicolas Cage no hay otra relación que la placa y el modo poco ortodoxo de llevarla. El teniente McDonagh es capaz de arrestar a una pareja nada más que para robarles un poco de crack y tener un poco de sexo con la chica. Pero no hay ni pizca de culpa católica en él ni de tortura interior, como sucedía con su colega de la película de Ferrara. No hay, sobre todo, la más mínima voluntad de expiar nada en quien está detrás de la cámara sino, tal como el propio Herzog confiesa aquí, de llevar las cosas al límite de la locura, y más allá. Una locura lúdica, corrosiva y contagiosa, que no se posesiona tanto del personaje como de la propia película.
El primer indicio de que Un maldito policía en Nueva Orleans no es una película normal son las iguanas. Allá por los 20 minutos o media hora de película, Nicolas Cage llega a un departamento donde unos compañeros están haciendo un operativo y de repente ve sobre una mesa... unas iguanas. “No son iguanas”, aclara Val Kilmer como si nada. Serán una clase de lagartos, lagartijas o axolotls, pero no por eso deja de ser muy raro que esos bichos estén allí en ese momento. Toda una declaración de principios, a partir de su aparición la escena está filmada desde el punto de vista reptílico. Otro tanto sucede poco más tarde, cuando dos caimanes observan con suma atención un operativo policial que tiene lugar en una ruta. De tal manera, cuando en medio de un tremendo tiroteo posterior el alma de un acribillado se pone a bailar breakdance sobre el parquet, al espectador ya no le cabe sorprenderse, sino simplemente ponerse a disfrutar como loco de la que posiblemente sea la película más subversiva vista en mucho tiempo.
¿Qué es lo que subvierte Un maldito policía en Nueva Orleans? El sistema de convenciones al que llamamos “normalidad” cinematográfica, cuyo máximo cliché, el happy end, es llevado aquí a un ridículo triplicado y memorable. Lo más notable de todo es que Herzog no se burla de la institución hollywoodense desde fuera, sino desde el propio riñón. Esta no es una peliculita marginal, sino una producción estadounidense en regla, hablada en inglés y protagonizada por un all star cast (a Cage se le suman Val Kilmer, Brad Dourif y esa bestialidad de mujer llamada Eva Mendes).
Sembrando desconciertos y goces desde su estreno mundial en Venecia, en septiembre pasado, Un maldito policía en Nueva Orleans se estrena el próximo jueves en Buenos Aires. En la entrevista que sigue, el autor de Aguirre, la ira de Dios cuenta cómo fue a parar a esta locura americana, por qué el protagonista tenía que ser Cage o Cage, hasta qué punto lo ignoraba todo sobre el género policial, qué hace él con los guiones de hierro, cómo se le ocurrieron las cosas que se le ocurrieron y cómo fue que una iguana (o lagarto, o axolotl) se le colgó de un dedo y no lo soltó más. No fue el único episodio sangriento que Herzog tuvo que afrontar durante el rodaje (las santas maldiciones que Abel Ferrara le lanzó al enterarse de que estaba filmando “su” película).

–Esta es la primera vez que aborda un film de género. ¿Cómo se sintió en relación con los códigos del policial?
–No estoy muy seguro de que pueda considerarse a esta película un policial. La relación que Un maldito policía en Nueva Orleans tiene con el género es bastante marginal. Igual, no soy la persona indicada para asegurarlo, porque no sé si en toda mi vida vi algún thriller detectivesco, como se supone que es éste...
–¿Nunca?
–No, nunca. Como por otra parte el tiempo de preproducción fue muy acotado, tampoco es que tuve tiempo de ponerme a investigar las reglas del género antes de filmar. Pero no me importó demasiado. Tengo confianza en que puedo salir del paso incluso haciendo algo que no conozca, como puede haber sido este caso. Le puedo asegurar que fue sumamente placentero filmar esta película, la pasamos muy bien. Creo que todos sabíamos que lo que estábamos haciendo era más bien hilarante. Cada escena que ensayábamos, sabíamos que tarde o temprano iba a desembocar en algo gracioso.
–Usted describe la película más como una comedia oscura que como un policial.
–Es que creo que eso es lo que es. Mientras la filmaba tenía la sensación de que esta vez, finalmente, el público tendría que darse cuenta de que mi cine fue siempre mucho más humorístico de lo que suele creerse. Y, efectivamente, las veces que la vi con público pude advertir que se reían más que con una de Eddie Murphy.
–¿Eso lo complace?
–Desde ya. Era lo que buscaba.
–¿Y si algunas de esas risas fueran de burla hacia la película?
–Yo sé que hice la película que quería hacer. Tal vez pueda haber algún malentendido con respecto a ella, pero sé que a la larga encontrará su público. Aguirre, la ira de Dios tuvo muy malas críticas en el momento del estreno. Pero tiempo después se había convertido en un clásico de las salas de arte y ensayo...
–¿Todo ese humor loco de la película estaba ya en el guión?
–Mire, yo creo que lo peor que le puede pasar a un cineasta es filmar con un guión de hierro. Eso asesina toda intuición, toda fantasía o creatividad. Es en el momento del rodaje cuando una película define su espíritu, y es allí donde el realizador debe prestarle atención a su intuición y hacer lo que ésta le indique, sin preocuparse demasiado si está siguiendo el guión al pie de la letra o no. En este caso hay escenas que ni por asomo figuraban en el guión y que decidí filmar en el momento mismo del rodaje.
–¿Por ejemplo?
–La escena de las iguanas y la del “espíritu bailarín”.
–¿Usted busca esos momentos “locos” o es algo que se le presenta?
–Creo que toda invención es buena. Cuanto más loca, mejor. Siempre que convenga a un plan general, se entiende. Así que cualquier idea loca que se me ocurra mientras estoy rodando, la analizo un poco y si me parece que es buena para la película, la sigo. Lo de las iguanas, por ejemplo, se me ocurrió y pedí que me consiguieran un par de esos bichos. Le pedí al cameraman que me dejara filmarla yo mismo, porque consideré que sólo yo podía filmarla de la manera demente que correspondía.
–¿No es muy habitual que usted mismo se ocupe de la cámara, no?
–No. Hubo una vez que lo hice, pero hice figurar en los créditos a un director de fotografía muy conocido, para pedirle permiso.
–¿Por qué?
–Porque yo era el director, productor y guionista de la película. Ser encima el director de fotografía me parecía demasiado
.
–Sin embargo, en este caso, en los créditos figura que “las escenas con las iguanas y los caimanes fueron fotografiadas por Werner Herzog”. ¿Por qué en aquella ocasión no, y ahora sí?
–(Risas.) ¡Porque disfruté como loco filmando esas escenas! ¿Sabe que una de las iguanas me mordió? Bah, en realidad no era exactamente una iguana, sino una especie de lagarto o lagartija. Por eso el personaje de Val Kilmer corrige a Nicolas Cage, cuando él dice que son dos iguanas. Bueno, el tema es que una de ellas (o de ellos) se colgó de mi dedo y no lo soltaba. Mire que esos bichos tienen unas mandíbulas importantes...
–Sí, en la película se ve.
–Se me colgó del pulgar mientras estaba filmando. Yo empecé a sacudir la mano y a gritar, para sacármela de encima. ¡Y no me soltaba! Fue muy gracioso.
–No debe haber sido una actuación fácil para Nicolas Cage. Su personaje llega a niveles de desmadre bastante importantes.
–Yo tenía claro que él y sólo él podía ser el protagonista. Nadie más. Siempre supe a quién estaba llamando y para qué. En realidad fue algo recíproco: él también les dijo a los productores que si yo no dirigía la película, él no la filmaba.
–¿Cómo encaró el trabajo con él?
–En el trabajo con los actores no me gusta todo ese asunto de la motivación, la memoria emotiva y todo eso. Cuando necesitaba que se desmadrara, simplemente le avisaba que en esa escena iba a tener que soltar amarras. La idea era que de pronto todo se fuera completamente al demonio. Yo sabía que él podía hacerlo, y así fue. Igual, tenga en cuenta que estaba bien rodeado. Para él no hubiera sido lo mismo si no hubieran estado Eva Mendes, Val Kilmer, Brad Dourif, Xzibit o cualquier otro de sus compañeros.
–Están todos extraordinarios, si me permite que le diga.
–Yo sabía a quiénes estaba eligiendo. Con Brad había trabajado antes [N. de la R.: en The Wild Blue Yonder, 2005]. Con los otros no, pero los tenía vistos y sabía lo que podían rendir.
–¿En el guión original la historia transcurría en Nueva Orleans?
–No, creo que era en Nueva York. Pero sucede que era más barato filmar en Nueva Orleans, y la producción no contaba con mucho dinero. Así que uno de los productores me llamó un día y me preguntó, medio tímidamente, si me molestaría filmarla en Nueva Orleans. Me pareció perfecto, por el tema del Katrina y la ruptura de la civilidad que eso representó. Además, porque los delincuentes fueron de los primeros en volver, en cuanto las aguas empezaron a bajar.
–¿Hubo que hacer cambios importantes en el guión al cambiar de ciudad?
–Sí. La escena introductoria, sin ir más lejos. En el guión original, el policía rescata a un tipo que se tira a las vías cuando viene el subte. Acá, el rescate es de un preso al que habían perdido de vista, cuando desalojaron una cárcel inundada. Los dos detectives están inspeccionando el desalojo y de repente escuchan el pedido de rescate del preso, al que el agua está por llegarle al cuello.
–Su visión de Nueva Orleans no se parece en nada a la de las tarjetas postales.
–Eso era precisamente lo que nos propusimos evitar: nada de jazz, nada de French Quarter, nada de vudú, ni Mardi Gras, ni desfiles funerarios, ni nada de eso. No queríamos dejar ni un solo cliché. Esta es la Nueva Orleans real, la de después del Katrina.
¿Qué lo llevó a radicarse en Los Angeles?
–Me mudé cuando me casé por segunda vez. Mi mujer es siberiana, y a fines de los ’90 estaba en Estados Unidos, con un pasaporte emitido por la Unión Soviética. Pero la Unión Soviética dejó de existir, y ella pasó a ser apátrida. Me perdí... ¿Cuál era la pregunta?
–Qué lo llevó a radicarse en Los Angeles.
–Ah, sí. Con mi mujer vivimos dos o tres años en San Francisco, hasta que decidimos que no era para nosotros. Es encantadora, bella y muy chic, pero es como un decorado para turistas. Queríamos vivir en una ciudad que tuviera una sustancia. Nueva York no podía ser, porque Nueva York vive, en buena medida, de una cultura europea prestada. El tipo de vida que se lleva es muy europeo: vas al teatro, a una exposición, a la ópera... Queríamos algo más auténtico, más intransferible, y nos pareció que la ciudad que tenía eso era Los Angeles. En Los Angeles nació el cine, el movimiento por la libertad de palabra, las computadoras nacieron en la zona. Pasadena está a media hora y en Pasadena está el control espacial para los vuelos a Marte... Acá viven matemáticos, escritores, compositores y hasta magos. Por supuesto que muchas de las mayores estupideces del mundo contemporáneo también surgieron aquí: la New Age, las clases de yoga, la comida vitamínica, la Cientología, qué sé yo...
–¿El hecho de que Hollywood esté en Los Angeles tuvo algo que ver con la elección?
–No, nada que ver. No estoy acá por Hollywood. Y ojo que no tengo nada contra Hollywood... Tampoco es que me guste mucho... Lo seguro es que Hollywood no tiene influencia sobre lo que hago.
Por Jeff Goldsmith Traducción, adaptación e introducción: Horacio Bernades.