viernes, 27 de agosto de 2010

El desastre

Estados Unidos de América, la joven y dinámica nación surgida de las colonias inglesas a finales del siglo XVIII, había dado el estirón a lo largo del XIX y había crecido en cuerpo y sabiduría, pero sobre todo en cuerpo, porque la franja atlántica donde comenzó su andadura nacional se había ensanchado hacia el oeste a costa del desierto, del indio y del mexicano. Cuando llegó al Pacífico, como aún le sobraban energías, dio en aspirar a un imperio colonial, como cualquier nación europea de su tiempo. Naturalmente le echó el ojo a la vecina Cuba y ya había intentado comprarla al gobierno español, pero la perla del Caribe no estaba en venta.

Entonces, cambió de táctica. Siguiendo la llamada doctrina Monroe, «América para los americanos», tan conveniente para sus intereses, favoreció el movimiento independentista cubano. Cuando la rebelión se enconó, en 1898, fondeó el crucero Maine en el puerto de La Habana, en visita aparentemente amistosa, con el pretexto de proteger a los ciudadanos americanos residentes en la isla. Llevaba el buque unos días anclado en la bahía cuando, de pronto, una explosión lo hundió y ocasionó doscientos sesenta muertos. El gobierno español elevó vehementes protestas de inocencia, pero la opinión pública norteamericana, convenientemente caldeada por las campañas de los periódicos de Hearst (sobre el eslogan «Recordad al Maine. Al infierno con España [To hell with Spain]», se inclinó por la guerra. Ya se sabe lo importante que es la opinión pública en los Estados Unidos, aparte, claro, de que el gobierno estuviera deseando armarla. Los americanos exigieron al gobierno español que abandonara la isla, una imposición inaceptable. De este modo, forzaron al gobierno español a declararle la guerra, aunque todo el mundo, menos algunos imbéciles patrioteros de aquí, la sabían de antemano perdida.

Una escuadra americana sorprendió a la española en la bahía de Manila y la dejó convertida en un montón de chatarra humeante. Ellos sólo tuvieron que lamentar siete heridos. («El desastre –informó Sagasta al Congreso- sólo se debe a la inmensa superioridad de la escuadra enemiga.») Dos meses más tarde le tocó el turno a la escuadra de Cervera, que defendía Cuba, con idénticos resultados. Los exaltados pasaron del triunfalismo del principio a la orgullosa aceptación de la realidad con aquello de «mejor honra sin barcos que barcos sin honra».

España se rindió y cedió sus últimas colonias, Puerto Rico incluida. Estados Unidos se vistió de largo e ingresó por la puerta grande en el exclusivo club de las potencias mundiales que hoy, después de un siglo de crecimiento ininterrumpido, sigue presidiendo. Han tardado noventa años en admitir que los españoles no hundieron el Maine. Parece que una de las santabárbaras del navío explotó accidentalmente, recalentada por la combustión espontánea de uno de los depósitos de carbón que alimentaban las calderas del navío.

Los españoles no debemos respirar por la herida, aquello ya está olvidado, pero dejó una secuela difícil de superar: la coca-cola suplantó a nuestra típica zarzaparrilla, tanto que hoy más de media España, quizá me quede corto, no sabe de qué bebida estoy hablando.

[Juan Eslava Galván, Historia de España contada para escépticos]